MADRID. - El fantasma de Amália no deja de flotar por los templos del fado: desde los más humildes hasta los que abren sus puertas para que los turistas de la Alfama y/o el Barrio Alto se empapen del alma lusa. Hablamos de Lisboa, claro. Y hablamos de Amália Rodrigues, también por supuesto. La gran dama de la saudade falleció hace ya ocho años, pero su llama prendió con tal intensidad que las más recientes generaciones la reivindican con orgullo, y hasta la modernidad más underground se lanza a realizar versiones de sus odas al desencanto. También Cristina Branco se muestra deudora de su espíritu.
La joven cantante ha llegado a colaborar con Celeste, la hermana de Amália, que aún sigue desgarrando a bebedores de ginja con su voz grave, de fumadora empedernida. «Cantamos juntas hace dos años en Grecia, y pude ver que la influencia de Amália en ella es impresionante. Creo que tenía una relación como de amor/odio con Amália cuando ésta aún vivía. Es como si Amália estuviera dentro de ella misma. Pero Celeste tiene su propia personalidad, sólo que se quedó atrás porque eligió estar con su marido y sus hijos», rememora Cristina Branco.
La coetánea de Dulce Pontes, Mísia, Mariza, Katia Guerreiro y Camané actúa hoy en Madrid (Teatro Infanta Isabel) y pasado mañana en Santander (Aula de Cultura de Caja Cantabria) tras haber recalado ya en La Coruña, Vigo, Alicante y Gerona. Una gira en la que presenta su nuevo disco, Live, capturado en directo en la ciudad holandesa de Leiden.
La pregunta es casi imposible de esquivar: ¿por qué grabar un álbum de fado contemporáneo en los Países Bajos? «Porque mi primer concierto fue en Holanda hace casi 11 años. Salí en un programa de televisión portugués, y alguien me vio en Holanda y me llamaron. Allí actué antes que en Portugal. Y desde entonces vivo una especie de idilio con el público de ese país». Un romance acentuado cuando esta delicada mujer se lanzó a cantar en portugués versos de J. J. Slauerhoff, un poeta holandés que captó la esencia del alma lusa.
La llama de los clubs
Cristina Branco reconoce que «los clubes mantienen vivo el fado en Portugal, y en el extranjero, las giras de conciertos». Se remite, por ejemplo, a un local plagado de autenticidad, Parreirinha de Alfama, regentado por la veterana Argentina Santos, y a otros donde uno puede llevarse la sorpresa de que los clientes se arrancan (o no) a cantar.
Y agrega con gran convicción: «Cuando viajo, me siento muy orgullosa de mi cultura, y eso es algo que antes no se podía decir porque, durante mucho tiempo, era una música que cargaba con el estigma de ser la banda sonora del país bajo la dictadura salazarista. Por eso, desde la Revolución de los Claveles hasta la madurez de mi generación, apenas se escuchaba fado».
Desde su particular atalaya, estima que el fado nunca ha vivido un «esplendor» como el actual: «Ha habido una selección natural, quedamos los mejores de mi generación». Una conclusión algo arrogante pero basada en una carrera ascendente. Y eso que, de repente, se descuelga con una frase tan desconcertante como: «Yo no me considero una fadista. Estoy con un pie dentro y otro fuera. Tengo otros amores, como el jazz o el reggae, aunque no el pop. No me gusta, por tanto, que me etiqueten como cantante de fado porque yo evoluciono».
Nada extraño entonces que proclame: «El fado no tiene límites, puede crecer hasta el infinito». Y se refiere inmediatamente a los grupos que están regando este género con los licores de la contemporaneidad más palpitante. Cita así a una pujante banda lusa llamada A Naifa, que recoge la antorcha de los seminales Setima Legiao (donde milita Rodrigo Leao) para ampliar la sonoridad del fado. Sin prejuicios. Sin complejos.