Martes, 6 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6288.
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VICTORIA PREGO

Ayer vivimos una verdadera tortura. Quienes no conocemos al dedillo el infinito sumario sobre el atentado del 11-M -y en ese grupo están todos los procesados-, fuimos sepultados desde buena mañana por un alud de interpretaciones genéricas pespunteadas de datos minuciosos que se remontaban a muchos años antes de la matanza, a puntos lejanísimos de Madrid y a nombres y conexiones que no están directamente presentes en este proceso.

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Abrió la sesión de la mañana un alto responsable policial de la Comisaría General de Información, inspector jefe de la UCIE, que ya había empezado a testificar la semana pasada y que nos dio de entrada una conferencia sobre los orígenes, desarrollo y expansión de la red islamista Al Qaeda y las razones por las cuales los terroristas atentaron en España: para castigar a nuestro país, «el eslabón más débil de la coalición», por apoyar la invasión de Irak. Fue una explicación exhaustiva de por qué motivo se había producido este crimen terrorista, visto, naturalmente, desde la óptica de los radicales y del propio jefe de Al Qaeda, Osama Bin Laden.

Ya nos lo había dicho el jueves pasado: que existía un documento atribuido a Al Zawahiri, lugarteniente de Bin Laden, en el que se ordenaba asestar dos o tres golpes a España para forzar la retirada española de Irak o la derrota del PP y la consiguiente victoria del PSOE, con lo cual quedaría asegurada esa retirada de Irak en cumplimiento de las promesas socialistas.

El problema, sin embargo, no fue únicamente ése. Fue que, tanto él como su subordinado en la misma unidad policial, no respondieron a lo que la pura lógica exigía: que fueran, paso a paso, reconstruyendo los hechos, aportando las precisiones que permitieran la comprensión progresiva de esta historia complejísima y de este proceso que no ha hecho más que empezar.

Pero resultó lo contrario: que ambos acabaron oscureciendo de modo insuperable el relato. El presidente del tribunal, Gómez Bermúdez, hubo de interrumpir por cuatro veces sus declaraciones porque aquello resultaba imposible no sólo de comprender, sino de soportar. Sabían demasiado para el momento en el que fueron convocados a declarar. Ellos intentaban iluminar un cuadro que todavía no se ha mostrado y, en consecuencia, encendían el foco sobre aspectos perfectamente desconocidos para los oyentes y, lo que es más grave, para los propios procesados, que tienen derecho a articular el trabajo de sus defensas de manera efectiva.

Es incomprensible que ellos hayan sido los primeros testigos propuestos por la Fiscalía. Deberían haber sido los últimos, cuando todas las piezas hubieran entrado en escena, de modo que, al descorrer el velo que cubre el mosaico, el paisaje adquiriera algún sentido. Pero aquello fue un caos. «No entiendo nada», confesó, desesperado, uno de los defensores al final de la tarde.

Hubo algo, sin embargo, que sí se entendió desde el comienzo. El mensaje subliminal emitido por los letrados de las defensas y de las acusaciones resultaba diáfano. Cada uno por motivos diferentes, ambos grupos están buscando dejar en evidencia o la endeblez de las pruebas policiales contra sus defendidos o, en el caso de las acusaciones, la ineficacia del Estado a la hora de impedir la matanza. Detrás de lo primero estaría el éxito profesional. Detrás de lo segundo, la responsabilidad civil subsidiaria del Estado, es decir, las indemnizaciones que podrían recibir las víctimas vivas.

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