Martes, 6 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6288.
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La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir (Gabriel García Márquez)
 MADRID
AQUI / NO HAY PLAYA
Ochenta años de García Márquez
David Torres

Gabo, Gabriel García Márquez, el gran patriarca de las letras hispánicas, cumple años. Ocho décadas sobre la tierra, soportando soledades, muertes anunciadas, crónicas, otoños y malas horas. Había que celebrarlo y quizá nada mejor que una lectura pública en la Casa de América, ese Palacio de Linares que en tiempos, dicen, estuvo habitado por fantasmas, un Macondo de piedra alzado enfrente del carro de una diosa griega. Era casi fatal que ese palacio (cuyo interior bien podía estar decorado con vacas y bestias salvajes) acabase llevando el nombre del gran continente americano. Por eso, durante 16 horas, los Buendía van a revivir en la boca de los madrileños para contarnos la larga historia de sus pasiones y derrotas, sus batallas perdidas, sus fusilamientos inverosímiles, sus mariposas demenciales, sus vírgenes bellísimas que suben a los cielos en cuerpo y alma, envueltas en sábanas de luz, como las Inmaculadas de Murillo en el Museo del Prado.

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Macondo también es Madrid, pero lo habíamos olvidado. Uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca tuvo que venir para recordarnos nuestro pasado -los muros salpicados de sangre, los asesinatos, las guerras civiles, el hermano que mata al hermano, los amigos de toda la vida enfrentados en dos bandos-, para establecer un conjuro de palabras mediante el cual el pasado se anuda al futuro y todo no hace más que repetirse, dando vueltas y vueltas en la noria maldita del tiempo. Porque aquí los alcaldes también nos cuentan el cuento del gallo capón. Porque aquí también cuando llueve, diluvia, y luego no vuelve a llover en diez años. Porque el tren lleno de muertos que pasó por Macondo también se detuvo en Madrid un once de marzo.

Muchos años después, todavía recuerdo aquella tarde remota en que José Arcadio Buendía me llevó a conocer el hielo. Ha llovido mucho, ha habido décadas de sequía y trenes infernales, pero entonces, tan chico, yo ya sabía que las grandes novelas son como la vida: inmensas, torrenciales, imperfectas, terribles, únicas. Lo que he tardado más de veinte años en darme cuenta es que Macondo no había que ir a buscarlo tan lejos, que las maravillas se las puede encontrar uno simplemente al doblar una esquina: el hielo, el imán, el fuego. Una vez Abraham García me dijo que cogiera un taxi, que Gabo estaba cenando en su restaurante. Se acerca a Viridiana siempre que pasa por Madrid, quizá para comprobar que su cocina es lo más parecido al jardín del Edén que hay en el mundo o que Abraham es, en realidad, tataranieto del gitano Melquíades. Pero no tuve valor suficiente para acercarme. Al fin y al cabo, me basta con saber que García Márquez está vivo y sonríe, me basta que continúe escribiendo para que el hielo, el imán y el fuego sean otra vez el milagro que vimos cuando críos, para que las ciudades condenadas a cien años de soledad tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.

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