JEAN BAUDRILLARD
En vez de deplorar el resurgimiento de una violencia atávica, hay que caer en la cuenta de que es nuestra propia hipermodernidad la que produce este tipo de violencia y sus efectos especiales, de los que también forma parte el terrorismo. La violencia tradicional era mucho más entusiasta y sacrificial. La nuestra es una violencia simulada, en el sentido de que, más que de la pasión y del instinto, surge de la pantalla y alcanza todo su poder en las televisión y en los medios de comunicación, que hacen como si la difundiesen pero que, en realidad, la preceden y la solicitan.
También aquí los medios de comunicación van por delante tanto de esta violencia como de la violencia de los actos terroristas. Y esto es lo que le da a esta violencia sus señas de identidad moderna y lo que hace que sea imposible asignarle causas verdaderas (políticas, sociológicas o psicológicas), porque todas las explicaciones de este tipo se quedan cojas. Por otra parte, tampoco tiene sentido el proceso que se hace a los medios de comunicación por propagar la violencia a través del espectáculo y del relato de los actos violentos. Porque la pantalla, superficie virtual, nos protege bastante bien, dígase lo que se diga, de los contenidos reales de la imagen (...).
Nuestra sociedad engendra una violencia virtual y una violencia reactiva, porque no deja espacio a la real, a la histórica y a la de clase. Nuestra sociedad engendra una violencia nerviosa, psicológica (como el embarazo psicológico) y que, como éste, no da a luz a nada.
Así es el odio, que podríamos tomar por una pulsión arcaica, pero que, paradójicamente y por el hecho de estar desconectado de su objeto y de sus fines, es una pulsión contemporánea de la hiperrealidad de las grandes metrópolis (...). Estamos condenados a la reproducción de lo Mismo en una identificación sin fin, en una cultura universal de la identidad y de ello se deriva un inmenso resentimiento: el odio de sí mismo. No el odio del otro, como dice una contradicción establecida, sino el odio por la pérdida del otro. (...)
De ahí que haya que abordar el odio como una pasión crepuscular, síntoma y al mismo tiempo operador de esta pérdida brutal de lo social, de la alteridad, del conflicto y, finalmente. Síntoma no tanto del fin o del fracaso de la modernidad cuanto del fin de la Historia, porque paradójicamente nunca hubo fin de la Historia, ya que jamás hubo resolución de todos los problemas por ella planteados. Lo que hubo, más bien, fue un paso dado más allá del final, sin que se haya resuelto nada.
Fragmento de un artículo publicado en EL MUNDO en noviembre de 1995.
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