La sociedad de consumo ha perdido el látigo de Jean Baudrillard, filósofo a contracorriente y profeta del declive occidental a fuerza de conjugar sus aforismos, sus provocaciones y sus verdades envenenadas.
Tenía 77 años y murió ayer en París como resultado de una «larga enfermedad», según matizaron prosaicamente sus allegados. Es verdad que el sociólogo había desaparecido de la escena (y de la polémica) desde hace varios meses, pero nunca trascendieron las noticias de su agonía.
Quizá porque Baudrillard no dejaba pasar el aire entre las rendijas de su propio hermetismo o quizá porque quería guardase para sí mismo los últimos estertores de su humor negro: «Moriremos si es que hemos nacido».
La muerte parece haber desconcertado tanto como su vida. De otro modo no se explican las contradicciones que ayer se entrecruzaron para definirlo en el velatorio. Colegas, políticos y animadores culturales lo definieron como nihilista y moralista, pesimista y optimista, visionario y catastrofista.
No puso fáciles las cosas Baudrillard, aunque divulgaba su breviario personal para dar algunas pistas: «Hay que vivir con inteligencia dentro del sistema y en posición de revuelta con sus consecuencias. Hay que vivir con la idea de que hemos sobrevivido a lo peor», repetía el filósofo francés.
No dijo cómo había que morirse. Tampoco lamentarán su ausencia quienes le reprochaban haber construido un pensamiento incendiario en las formas e irrelevante en el fondo. Se lo dijo el «colega» Alan Sokal en La impostura de los intelectuales, aunque las querellas corporativas ocupaban ayer un espacio secundario por razones de duelo y de respeto.
«El mundo», escribía Baudrillard, «funciona a dos niveles opuestos sin reconciliación posible: uno es el de la simulación, el virtual, el clonado, que es la evolución del sistema. El otro paralelo es lo simbólico, la muerte, el amor, la singularidad y éste es el que permite reflexionar. De una parte está lo fatal y de la otra lo banal, y la lucha entre ambos puede resultar dramática, pero al sistema nunca le falta la esperanza». Las primeras palabras de condolencia institucional las dijo, como debe ser, el ministro de Educación, Gilles de Robien. Definió a Baudrillard como un «pensador de primer orden en el contexto de las posmodernidad». «Con él perdemos un gran creador, una de las grandes personalidades del pensamiento sociológico francés y famoso en el mundo entero».
Se percibía en el comunicado ese tufillo oficialista que tanto detestaba Baudrillard. Igual le habría gustado saber que la noticia de su muerte ocupó un espacio marginal en los telediarios. Primero el fútbol, después la crisis de Airbus, más adelante la visita de Ségolène en Berlín y, finalmente, el fallecimiento del pensador francés con imágenes de archivo, atrincherado en sus gafas, envuelto en una nube de tabaco rubio.
Es un ajuste de cuentas de aquellos mismos medios que Baudrillard demonizaba. Les acusaba de demagogia y de mercantilismo. También les relacionaba con la decadencia inevitable de la sociedad de consumo.
Él, en cambio, perseveraba en las actitudes estoicas y militaba en el agnosticismo. Gustaba de llamarse moralista sin religión, aunque una de sus últimas provocaciones concernía un alejamiento de la sociedad: «Lo que escriba de aquí en adelante tendrá cada vez menos posibilidad de ser comprendido. Será mi problema. Vivo en la lógica del desafío».
Ahora muere en la lógica de la sociedad de consumo: telegramas oficiales, ramos de flores, entierro solemne, periodistas en la puerta de su domicilio, debates conmemorativos entre sus colegas y en horarios intempestivos...
Propuesta de epitafio: «La existencia no lo es todo, incluso es la menor de las cosas, es materia prima. Nosotros pensamos que el ser humano está hecho para vivir y ser feliz, pero éste es nuestro sistema de valores. Para otras culturas, la felicidad y el individuo no significan nada».
Obituario en página 7