Baudrillard, como casi todos los ensayistas franceses, era un moralista. Sartre tenía razón al decir que los moralistas crearon el estilo francés de pensar y de escribir. Baudrillard era inequívocamente francés. Hizo el análisis de la sociedad actual y se quedó asustado. Escribió: «Ha habido una orgía total, de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la anticrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hemos recorrido todos la producción y la reproducción virtual de objetos, de signos, de mensajes, de ideologías, de placeres. Hoy todo está liberado, las cartas están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿QUÉ HACER DESPUÉS DE LA ORGIA?»
Él no intentó contestarla. Se limitó al análisis porque su postura ante la realidad le impedía hacer otra cosa. Su talento consistía en un modo nuevo de mirar las cosas, y de decirlas. Sin demasiadas pretensiones. Y fue ese modo de afirmar las cosas casi sin afirmarlas, lo que fascinó a toda una generación que encontró en el pensamiento débil el gran antídoto contra el pensamiento violento de las dictaduras, y las ideologías.
Le interesó mucho el tema de la seducción. No me extraña, porque fue un seductor intelectual que se sedujo a sí mismo. Lo que le preocupaba de la seducción es que provoca una pérdida de identidad en el seducido. Ése era el tema que siempre le interesó. La inestable metarrealidad, la confusión entre las cosas y los símbolos de las cosas, entre la realidad y el simulacro, entre el poder y la seducción. El seducido acaba siendo el propio actor de la seducción, se pierde, se dice en castellano. Sartre describió con la mirada fría de un pez la pérdida de identidad del seducido, que se deja resbalar hasta lo que no es él. Hasta que queda deglutido por la misma realidad que está alimentando.
Nunca me llevé bien con Baudrillard, aunque le estudié con mucho detenimiento, porque para mí era el perfecto ejemplo de filósofo ingenioso. Toda la filosofía posmodernista lo es. Es un tipo de pensamiento flash, que ilumina como un fogonazo -a veces conceptual, a veces meramente lingüístico- un instante de la realidad, que resulta sorprendente. Pero que, como toda sorpresa, se desvanece pronto. El ingenio envejece mal. El pensamiento posmoderno es una brillante anécdota que por exigencias del guión nunca pretende llegar a categoría.
Así ocurría con la idea de realidad que defendía Baudrillard. Partía de un fenómeno real: vivimos en un universo mediático, donde la información nos impide llegar a la realidad. Es la gran mediadora que no remite a nada. El ser humano contemporáneo no vive en la realidad, sino en un simulacro de realidad. Esto es verdad, y él lo describió con brillantez y agudeza. La televisión suplanta la realidad. Es un significado sin referente. No es medio para nada. Es fin disfrazado de medio. Es la última objetividad. Vivimos entre símbolos que no simbolizan nada.
Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad. Vivimos en el simulacro, pero eso no quiere decir que eso sea la única realidad. Decirlo vuelve casi intrascendente todo lo que sucede. Es cierto, como ha defendido una parte importante de la filsofía y la sociología contemporáneas, que la realidad que vivimos es una construcción. Pero eso no quiere decir que sea sólo una construcción. Por debajo está la cruda realidad. Cuando sostenía que la Guerra del Golfo no sucedió, que era una creación mediática, olvidaba el horror real. Es un olvido que afecta al posmodernismo. Convierte la realidad en un discurso sobre la realidad, lo que, pretendiendo ser muy progresista, resulta reaccionario. Si no existe realidad, sino discurso sobre la realidad, lo importante es cambiar el discurso. No hace falta cambiar la realidad. La acción no vale para nada.
Creo que Baudrillard, con su talento, con su perspicacia para asilar y agrandar fenómenos sociales, colaboró a la orgía que después le asustó. Mis disputas con él tenían que ver con una distinta concepción de la realidad. Lo importante es no dejarse seducir por los simulacros y atender a la realidad real. Recuperar el valor de la acción, la esperanza en el cambio, el compromiso firme, el tierno y duro optimismo de los revolucionarios. No dio ese paso, pero nos señaló la imposibilidad de vivir en la situación que había descrito con tanta agudeza. Por eso, a pesar de mis discrepancias, siempre admiré a Baudrillard. Y he sentido su muerte.