RAUL DEL POZO
Cuando he oído esta mañana [por ayer] la noticia de la muerte de José Luis Coll, antes de nada, me he acordado de su loro y de la delicadeza con que lo trataba. El loro no era el de Flaubert, ni decía blasfemias de marineros, pero era capaz de imitar con precisión la sirena de una ambulancia. Si vive habrá avisado al barrio con su voz carnosa de que ha muerto el bufón, con cuya calavera podrá un día hacerse el monólogo como se hizo con la de Yorick. El español que después de haberle visto al lado de Tip no sepa cómo se llena un vaso de agua es un gilipollas.
Era el payaso con traje de sepulturero, con chistera al lado del bombín, los hermanos Marx resumidos en dos. Les debemos cuanto nos hicieron reír sin mala hiel, con aquellos gags surrealistas. Nunca insistieron en la comicidad de lo trágico, ni en el humor negro español. Jamás se rieron de la desgracia del otro, aunque jamás prestaran dinero a nadie. Creían como Nietzsche que el hombre sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa.
Coll era bajito, de Cuenca, del PSOE y del Real Madrid. Jugó al billar, mejor que al póquer, con Felipe González, tenía línea directa con el Rey y fue secretario de César González- Ruano. En el Ejército le trataron como a una lombriz y 40 años después escribió Firmes, donde recordaba que en ningún sitio dicen gilipollas como en la mili.
El diccionario de Coll, que salió primero en Hermano Lobo por capítulos, es el compendio de su genio, de su ingenio, de su disparate en el malabarismo con las palabras: «Dalígula: pintor extravagante y déspota que nombró cónsul a su caballete». Hizo el viaje de novios en el metro de Madrid, vivió la gloriosa miseria de la bohemia, era uno de los conquenses más famosos de todos los tiempos incluidos El Licenciado Torralba y Alvaro de Luna. Amaba Cuenca, pero más la Cuenca que no se mueve, sabía el peligro que tiene la ciudad levítica. «La primera vez que vi Cuenca fue el día que nací. No me impresionó gran cosa. La segunda, sí. Fue inolvidable». Su madre, que era comunista, tuvo que exiliarse a Argentina.
El loro, que también imitaba el ruido del fax y las llamadas del teléfono, hasta el punto de que nos hacía levantar de la mesa, formaba parte de su familia y de su pandilla. Así como el perro de Pepe Díaz ladraba cuando al pintor no se le doblaba la trucha y le mordía la pierna al otro punto, el loro de Coll decía «quiero» cuando llevaba dos ases en la primera jugada. La partida la celebrábamos todos los sábados en la Calle General Perón. Primero se fue Pantalones, después Tola, después Tito y ahora Coll. Nos habéis jodido la timba.
Hoy ha pasado a la Historia el bufón del rey, el Buster Keaton de Cuenca.
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