CARMEN RIGALT
Querido lector: se dispone usted a leer un artículo con tono. Ponerle tono a un artículo es difícil, porque cada tema requiere una medida y eso lleva su trabajo. El tono de este artículo (la solfa) está en mi cabeza, pero yo me conozco y sé que tiendo a desafinar, lo mismo cuando canto un bolero que cuando canto un artículo. Aunque la intención es buena, mi oído es estrepitosamente malo.
Verán: este año no he colaborado en el día de la mujer (trabajadora). Es una forma de protesta muda. Ya protesté el año pasado, pero como era de suponer, no se enteró nadie. En una sociedad que usa demagogia por un tubo (ahí están los rudimentarios análisis que se hacen del caso De Juana) el silencio tiene muy mala prensa. Desde aquí se lo digo a María Teresa Fernández de la Vega: sobran palabras y faltan actos. Reivindico el silencio como medida de prudencia. Los hechos hablan solos, pero la sociedad pone charlatanería y monserga. Y es que a veces, hasta la buena fe mete la pata. Las plataformas contra la violencia de género (en cristiano: los crímenes pasionales) no aportan reflexiones interesantes y el problema se agrava. El terror aumenta en fin de semana, cuando la convivencia es más expuesta y corren el alcohol y las drogas. Los telediarios abren entonces con una excitación incontenible: mujer de cualquier edad aparece degollada, quemada, rajada o tiroteada por su pareja, que comúnmente se suicida. La noticia se aborda desde un frente cuantitativo (el número de mujeres que han muerto asesinadas hasta ese momento) y otro cualitativo (los detalles escabrosos: innecesarios). Las imágenes que acompañan la noticia son siempre las mismas: los servicios forenses recogen el paquete y se lo llevan en una furgoneta. La muerte va en un fardo.
Pasado el impacto de la noticia, viene la moraleja, servida en cápsulas publicitarias: hay que denunciar. Ni que denunciar fuera tan sencillo como ir a echar la primitiva. Así las cosas, se supone que la denunciante regresa a casa con la sonrisa puesta, le calienta las lentejas a su enemigo y luego se acuesta con él y comparte su filosofía de vida (dos que duermen en el mismo colchón, ya se sabe).
Los problemas graves exigen soluciones rápidas. De entrada, deberíamos controlar el lenguaje, que también hace moda y perversión. Hoy, llamar maltratador a un hombre es tan común como llamarle gilipollas. Pero ni todos los gilipollas son maltratadores ni una bofetada hace maltrato.
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