Freud decía que la razón habla casi siempre en voz baja. En nuestro país, hace bastante tiempo que no se la escucha. Está muda. Digo esto por la orfandad del debate político e intelectual, que ha descendido a unos mínimos que parece ofensivo darle tal nombre. Desde los más tristes tiempos del franquismo, no había en este país un alejamiento tan notable de la llamada intelligentzia de los problemas reales que preocupan a los ciudadanos.
Esta crisis de ideas y de discurso intelectual se manifiesta en tres planos que se superponen y cuyos efectos se refuerzan. El primero de los planos es el debate político en las instituciones, secuestrado por el sectarismo de los partidos. Cada uno se empeña en tener razón y no escucha los argumentos del contricante. La previsibilidad domina la vida parlamentaria, mientras que la rampante crispación es la coartada de ese gran vacío intelectual.
El segundo de los planos es el debate en los medios de comunicación y, más concretamente, en la televisión. Las cadenas atraen a políticos y periodistas que se destrozan en público, como un espectáculo de fieras. Lo que genera audiencia no es el mensaje, que es indiferente, sino la intensidad del insulto.
El tercero de esos planos es la tiranía de las cúpulas de los partidos, que, gracias al sistema de listas cerradas, cercenan cualquier atisbo de crítica interna y de propuestas que se salgan de las consignas y de lo políticamente correcto.
Emmanuel Todd hablaba en este periódico de los intellos, una palabra despectiva que en francés se utiliza como propagandista del poder. En nuestro país, sobran intellos y faltan políticos e intelectuales valientes que se atrevan a correr el riesgo de equivocarse.
No voy a caer en el tópico de la mediocridad de nuestra clase dirigente porque las generaciones no son peores ni mejores. En cualquier caso, lo que cambian son las circunstancias. Pero sí se puede constatar que el debate político que floreció durante la Transición ha sido sustituido por unos planteamientos dialécticos que se aproximan mucho a los de los programas del corazón.
Los políticos y los intelectuales se han convertido en estrellas mediáticas que acomodan sus mensajes a lo que el público quiere escuchar, huyen de cualquier profundidad, sobrevaloran el aspecto físico y fabrican eslóganes que suenan bien pero que no significan nada. El estilo rosa, esa mezcla de cotilleo y banalidad, lo impregna todo.
Guy Debord señalaba que la sociedad del espectáculo ha acabado por fagocitar la lucha de clases y convertirlo todo en mera representación, donde la verdad es indistinguible de la mentira. No soy tan radical, pero creo que ha habido una profunda degradación en los usos y los hábitos de la política, cada día más contaminada por una charlatanería ofensiva al sentido común.
Ahogados por el ruido y la furia, la única reivindicación sensata sería la del silencio ante tanto disparate. Pero todos somos charlatanes y buscamos esos cinco minutos de gloria que nos privan de razón. ¡Qué lástima!