Miércoles, 7 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6289.
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 OPINION
Obituario / JOSÉ LUIS COLL
El cómico más serio de la Transición
Formó con 'Tip' una de las parejas humorísticas más aplaudidas del país durante tres décadas
JAVIER LORENZO

José Luis Coll era un pesimista. Y lo era porque, según él, «un optimista no es más que un desinformado». Este conquense bajito y serio -nadie recuerda haberle visto reírse sobre un escenario; pocos, fuera de él- tenía una voz aguardentosa y una mente brillante, despierta y enrevesada que le confería un sentido del humor difícil de superar.

Y no es necesario recurrir a su inmemorial etapa con Luis Sánchez Polack, Tip, a lo largo de 30 años. Basta con abrir cualquiera de sus numerosos libros (más de 15) para darse cuenta de que, aunque la fortuna nos hubiera privado de aquella maravillosa pareja, la estrella del humorista Coll hubiera sido tan resplandeciente como merecía.

¿Y cómo era ese humor?, preguntarán tal vez quienes por razones de edad -imposible que exista otro motivo- no lo conocieran. Pues, en primer lugar, era un humor único, inteligente y muy personal. Un humor surrealista, en ocasiones estrafalario y absurdo, que se basaba en el profundo conocimiento de los infinitos recovecos que posee la lengua española (no por nada su mentor fue el periodista César González Ruano, quien le indujo a establecerse en Madrid) y que nunca -repito: nunca- hizo concesiones ni a la chabacanería ni a la mala leche. Los humoristas de hoy tienen que disfrazarse, hacer aspavientos, atiplar la voz, usar palabras soeces o escoger alguna víctima a la que escarniar para que el público se ría. Por el contrario, Coll -Tip igual- siempre vestía su traje de etiqueta, era contenido en los gestos y en las expresiones -era renuente al taco, incluso en su esfera privada-, y no recurría a las alusiones personales salvo que la actualidad política lo demandara. A él no le hacía falta imitar a Isabel Pantoja o a cualquier otro personaje para obtener la recompensa de una carcajada.

Cualquiera que contemple hoy el número dedicado a cómo llenar un vaso de agua -me corrían por la cara lágrimas de felicidad al rememorarlo ayer en la web de este periódico-, tendrá que convenir que alguien capaz de hacer eso con un mimbre tan sencillo tiene que ser un genio. Y lo mismo ocurre con el número del paraguayo que va a pedir la mano de una chica, sus célebres coletillas («Dame la manita, Pepe Luí», «Y mañana hablaremos del Gobierno») y tantas otras actuaciones, algunas de las cuales estaban medio improvisadas. Ése fue el motivo que adujeron en TVE, precisamente, para no emitir su última intervención en el programa 625 líneas (1979), sin comprender que era precisamente en la improvisación donde podían hallarse las mejores perlas del dúo. Pero los poderosos nunca se fían de aquellos a quienes no pueden controlar.

Siendo de izquierdas, José Luis Coll huyó en todo momento de hacer proselitismo. Sus mordaces críticas -siempre presentadas bajo el amable manto del humor- desnudaron la pacata estupidez del régimen franquista, quitaron hierro a la inquietud de la ciudadanía por los cambios políticos de la Transición y denunciaron la ridiculez de llevar las cosas a los extremos (la pareja tuvo que anular sus galas en Barcelona por las amenazas de la organización independentista La Crida, después de que Coll pidiera en una entrevista radiofónica que le hicieran las preguntas en castellano).

En todos los casos, lo que Coll proponía era una visión más desenfadada del mundo, lo que quería era desarbolar el odio y la cerrazón a través de la risa. Nada era tan importante que no pudiera hacerse de ello una broma y por eso, de algún modo, su humor fue uno de los mejores lubricantes para que la anquilosada maquinaria social de aquella agitada época no chirriara más de lo debido.

Coll no era de contar chistes, pero siempre buscaba la ocasión para lanzar alguna expresión tan breve como perturbadora o encontrar el doble sentido a cosas que en apariencia no la tenían. Y cuando el hallazgo, el milagro de su prodigiosa imaginación veía la luz, entonces le chispeaban los ojos y sonreía modesta y cavernosamente, sorprendido y contento de su propio descubrimiento, delatando a aquel joven travieso e inocentemente transgresor que se metía en los taxis para salir de inmediato por la otra puerta, arrojaba escobas a la Gran Vía desde un noveno piso o desafiaba el temple de los locutores mientras éstos presentaban sus programas.

A saber por qué, el humor siempre se ha considerado un arte menor. José Luis Coll, evidentemente, aborrecía esta idea y defendía que los humoristas eran «historiadores de la actualidad de un país». Por ello, consciente de su elevado rango y papel en este mundo, él lo desempeñaba con tanta dignidad y tanto entusiasmo.

Hasta que tuvo el desgraciado accidente no dejó de trabajar, de participar en nuevos proyectos y de repartir su don por los escenarios. Fue tan gran tipo que, como él decía, tendrá la mala suerte de acabar yendo al cielo.

José Luis Coll, humorista, nació el 23 de mayo de 1931 en Cuenca y falleció en Madrid el 6 de marzo de 2007.

Más información en página 56.

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