FRANCISCO UMBRAL
El diestro Ortega Cano ha vuelto la otra tarde a torear y lo hizo con traje de luces y sombras. Quiero decir que era como si hubiese mandado al tinte el traje de luces, usando su propio luto por dedicarle los toros a la muerta. Y así lo dijo: «A Rocío le gustaría que yo volviese a torear».
Pero el dolor no habita sólo en el corazón maltratado del torero sino también en la sorpresa brava de los toros, que miraron aquella sombra enlutada con doblez de miedo, dudando si un torero vestido de muerte es tan vulnerable como los demás y se le debe empitonar con pitones perdidos en la plaza asombrada y con aladares de cementerio. Ortega Cano siempre nos pareció el hombre más adecuado para habitar el costado valiente de la artista. Ortega Cano no puebla su persona con el matonismo macho de otros ases, casi todos, teniendo en cuenta el esguince violento de la fiesta, que es lo que se paga en el callejón, y se paga a veces con la sangre gratuita de un toro bravito y malo.
En la historia de los toros que hizo José María de Cossío me parece que no hay ningún torero de luto, o en todo caso sí encontraremos un luto mínimo y discreto entre las flores furiosas del traje de luces. O bien el azabache urgente cosido a más negror por la inesperada costurera que viste a los toreros para el inesperado homenaje a una novia ausente que detendrá al público levantisco cuando quiera pedir al viudo más decisión, más sangre y más valor.
En cualquier caso, Ortega Cano ha vuelto a acertar de luces como de paisano. Siempre le vimos, al lado de la mujer inaudita, comedido y sensible, lejos de los alardes masculinos de otros campeones, como ya hemos escrito más arriba. Ella no era una artista de rompe y rasga sino una mujer sensible y muy artista. He ahí una pareja moderada que debieran entronizar los cronistas de la vida taurina. Ortega Cano, en esa tarde nerviosa de los toros, ha vuelto a acertar con su traje de luto recamado y su recuerdo parado de la muerta mientras el toro pasa, pasa y otra vez pasa sin llegar nunca al cuerpo dominado del maestro, y sólo una sombra taurina y misteriosa transcurre por la sangre de la herida. Este hombre ya sólo puede encontrarse con ella en la plaza desierta y daliniana donde expiran los toros de la fiesta. Ortega Cano nos ha enseñado a llevar luto por nadie porque nadie se merece un luto en tarde de toros. Sólo esta forma de fidelidad que aúna luces y sombras de la fiesta en el cuerpo valiente de un artista demasiado artista para ser cruel.
Ahora que los toros están en abierta decadencia, y sólo viven del fragor de las banderas nacionales, es el momento de aclararse entre la mujer, el torero y el toro, como hiciera Ramón. Hemos visto así una jornada taurina equivocada, donde es ella la que rompe el trío yéndose más allá, mientras el torero goyesco y muy redondeado espera su jornal de millones y el toro de la sombra acuchilla con sus cuernos al sol caído en la arena pálida de una noche de sol. Luto, mucho luto ha metido Ortega Cano en su corazón enviudado porque lo suyo no es sólo el luto por ella sino por un espectáculo que se nos va tras haber sido devorado por sus poetas y sus bellas. En España, la de las banderas, ya sólo se puede torear de luto por alguien o por algo.
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