Calificación: ****

BARCELONA.- Es todo un lujo contar de nuevo con la presencia en nuestros escenarios de un actor de la talla de Martin Wuttke, a quien pudimos ver en Forever Young (dirección de Frank Castorf, TNC, 2004) y en Els deu manaments (dirección de Christoph Marthaler, Teatre Lliure, Grec'05). Sólo desde una formación amplia y una trayectoria tan dilatada como la de Martin Wuttke se puede encarnar a una de las figuras teatrales más importantes del teatro contemporáneo.

Wuttke es Antonin Artaud al final de su vida, un Artaud, encerrado en un centro psiquiátrico, que recuerda un encuentro con Hitler en el Romanische Café de Berlín. Es un loco, en una situación absurda e incluso cruel, que, sin embargo, habla con extrema lucidez sobre el arte y, en particular, sobre el teatro, con un Hitler invisible para el espectador que el personaje parece tener muy presente.

Wuttke realiza todo tipo de piruetas actorales para hacernos ver a su interlocutor y presentárnoslo desde la mente del personaje lo que da lugar a situaciones de una comicidad muy particular.El juego, exquisitamente teatral, de la presencia/ausencia de Hitler tiene lugar en una especie de urna/sarcófago gigante que se presenta al espectador como si se tratase del pedestal de un monumento conmemorativo. El espacio escénico -dentro del pedestal- se reduce a los pocos metros de lo que pudiera ser una sala de consulta o de entrevistas del centro psiquiátrico a la que se le añaden algunos elementos que distorsionan el aire aséptico que ofrece la «urna» tras el cristal. Hacia el final, el personaje se libera de su espacio escénico para encaramarse al podio que ha sido su prisión y, desde allí, como convertido en su propio monumento, ofrecer una interpretación musical.

El autor del texto, Tom Peuckert, parte del inicio de una carta que Artaud escribió (unas pocas líneas) en 1943 recordando ese encuentro con Hitler que quizás nunca se produjo. Por encima del recuerdo, real o ficticio, se sitúa la radical forma de concebir el teatro del personaje. Peuckert hace crecer el recuerdo de Artaud con la ayuda de sus textos más radicales, desde un monólogo convulsivo muy acorde con la naturaleza del personaje y con la situación que nos presenta.

Por su parte, la dirección de Paul Plamer ajusta todas las distorsiones, textuales y actorales, para imprimir ritmo y armonizar, en lo posible, una puesta en escena que hubiese complacido al propio Artaud. Esta especie de monumento a la locura más lúcida no es un espectáculo fácil, no pretende en modo alguno dar a conocer la figura de Artaud; sin asomo de didactismo, es un espectáculo en los cánones de ese teatro de la crueldad que concibió Antonin Artaud y que, aún hoy, resulta muy difícil encontrar en una puesta en escena.