Jueves, 8 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6290.
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Saltimbanqui, actor, falso burgués y eterno caballero
El recién fallecido Philippe Noiret deja en herencia unas jugosas memorias que retratan su siglo
RUBÉN AMON. Corresponsal

PARIS.- Philippe Noiret ha resucitado al tercer mes con un memorial de ultratumba caballeresco. Muchos actores acostumbran a vengarse desde la impunidad del cementerio, pero la biografía póstuma de Noiret (Mémoire cavalière) es un ejemplo de bonhomía, nobleza, mitificación ajena y desmitificación propia.

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De hecho, las primeras líneas del libro configuran la aclaración de un malentendido histórico: «Tengo todas las apariencias de un burgués, el aire de un burgués, el perfume de un burgués, pero jamás me sentí un burgués. Me considero, sobre todo, un saltimbanqui».

El saltimbanqui Noiret murió el 23 de noviembre de 2006 con 76 años. Declinaba sistemáticamente la idea de escribir una autobiografía -«soy mis 125 películas», decía-, pero el diagnóstico clínico y la retirada de los escenarios cambiaron su opinión: «Uno no se da cuenta de cuánto ama su oficio hasta que ya no puede ejercerlo».

Las palabras figuran en el post scriptum del memorial y explican que Noiret dedicara el periodo de agonía a reconstruir su propia existencia. El resultado es un manual de la ligereza y de la elegancia, una crónica hedonista de 450 páginas cuyas peripecias evocan su voz de órgano catedralicio y el aroma del habano con que respiraba la vida.

Quiso ser bombero. Propuso a sus padres convertirse en dentista. Habría hecho cualquier trabajo antes de resignarse a las paredes de una oficina. Incluido el muy poco burgués oficio de actor, que empezó a interesarle mientras frecuentaba en París las bambalinas del Teatro Nacional Popular.

Allí conoció Noiret a María Casares. Mantuvieron una conversación insólita sobre el talento creativo de Pablo Casals que la actriz coruñesa remató con un consejo: «Hay intérpretes perfectos y vacíos. Hay artistas geniales llenos de imperfecciones que, en cambio, llenan al público».

Philippe Noiret pertenece a la segunda categoría, pero la timidez y la modestia le preservan de cualquier tentación grandilocuente. Se define a sí mismo como un artesano. Un artesano con sentido de la intuición, provisto de «la capacidad de soñar de los niños», seguro de haber elegido la profesión como una manera de esconderse y no de mostrarse.

Ahí radica el interés de su biografía. Noiret nos habla de la ternura de su madre y del pudor de su padre. Recuerda «con estremecimiento» la entrada de las tropas alemanas en Toulouse. Describe con generosa devoción la figura totémica de Jean Gabin -«no actuaba; simplemente existía»- y recuerda la complicidad que encontró en Hitchcock cuando rodaron Topaz.

«Me sentía muy cerca de él. Siempre desde un punto de vista instintivo. Quería a ese hombre. Quería gozar de su presencia. La cólera era sólo una parte accidental del personaje. Con sus ojos astutos, vivos, socarrón pero nunca mezquino, Hitchcock era una verdadera montaña de humanidad».

Amigos y colegas

Parece un autorretrato de Noiret. Quizá porque el actor francés se reflejaba en las personalidades que más le impresionaron. Menciona con énfasis su amistad con François Sagan, su vínculo fraternal con Mastroianni, su relación intensísima con Tavernier («nadie me ha entendido mejor»), su feliz compadreo con Rochefort... Pero más llaman la atención los elogios que el poeta de El cartero y Pablo Neruda dedica a Fred Astaire.

«Era el ídolo de mi infancia», escribe Noiret. «Había visto todas sus películas. Y la experiencia de conocerlo en el casting de Taxi mauve fue una especie de milagro insólito. Caminaba como si estuviera flotando en el agua. Era inmaterial. Nunca he visto una personalidad tan elegante».

Se entiende la predisposición de Noiret a las buenas maneras. También se explica ahora la relación indivisible entre su oficio y su vida: «La vida de un actor es una suma, una acumulación de vidas a través de cada personaje. Y el talento no es otra cosa que pasar airosamente entre unas y otras».

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