Alfredo nunca había tenido problemas con las mujeres. Bueno, más exacto sería decir que jamás le había costado conquistar a una mujer, y sí lo que él definía como seguir su camino (es decir, que una relación eventual se convirtiera en indefinida). Había tenido dos relaciones largas. Durante esa época había sido monógamo. El resto del tiempo siempre había estado con la mujer que había deseado. Sin esfuerzo, sin problemas. Se compenetraba bien con ellas en la fase de cortejo y después, en la cama, era consciente de que no lo hacía mal. No alardeaba de ello, ni mucho menos, pero tampoco era imbécil. Igual que tenía claro que era un desastre conduciendo sabía que hacer el amor estaba dentro de su naturaleza.
Todo esto le llevaba a no plantearse siquiera como algo extraordinario que Marta, una chica a la que llevaba 40 años, una de sus alumnas de Redacción Periodística II de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, pudiera estar con él, un hombre de 60, atractivo, pero casi en la tercera edad. No era la primera vez que una chica más joven se enamoraba de él, aunque en esta ocasión había algo excepcional: el sentimiento era recíproco.
Durante los primeros cuatro meses todo fue perfecto. Hablaban como hermanos, convivían como amigos y no dormían, como amantes. Una noche, después de los juegos preliminares de rigor, Alfredo notó que la erección no llegaba. Le entró un ataque de pánico. Al día siguiente el médico le dijo que estaba «hecho un chaval» (expresión que a él le sentó como una patada en el órgano que le acababan de revisar). En cualquier caso, optó por la viagra y, en efecto, la erección no tardó en llegar. Ahora el problema era otro: eyaculación precoz. El deseo de tener una erección le desconcentraba y ya no podía aguantar como antes...
Tenía que solucionar el problema. Mientras, debía inventar una excusa para evitar el sexo. Le dijo a Marta que tenía una infección de orina. Pensó en ir a un psicólogo o a un sexólogo. Un día, leyendo EL MUNDO, vio un relato en el que hablaban de un sitio donde daban clases de tantra. En su juventud, en su época hippie, había oído hablar de ello. Es más, gente a la que respetaba y admiraba (como Sánchez Dragó o Sting) lo practicaba, según tenía entendido. Así que allí fue.
Al principio, con escepticismo y un cierto rechazo a tanto incienso, mandalas, sonrisas y buen rollo. No obstante, a medida que profundizaba, se daba cuenta de que todo aquello de entender el sexo como una energía, de no pensar en una sexualidad únicamente genital y todo lo demás, le hacía sentirse más tranquilo. Se dio cuenta de que se había olvidado de por qué había ido a esas clases, que el problema de que ya no tenía unas erecciones tan potentes como antes le daba exactamente igual y que el sexo, las mujeres, eso que le había ocupado tanta energía y tiempo, le seguían pareciendo importantes, pero no lo esencial. Ese día se dijo que ya estaba preparado para reanudar (saliera como saliera) su vida sexual.
Fue a casa de Marta a darle una sorpresa: invitarla a pasar un fin de semana romántico. Mientras llamaba al telefonillo, la vio llegar abrazada de un chico y dándose un beso que no era de sólo amigos. Cuando se acercaron, Marta empezó a balbucear: «Lo siento, pero es que... Claro, tú estabas malo y bueno... Yo no sabía cuánto iba a durar y me quedé a estudiar en casa de Jorge...». Alfredo, para sorpresa de Marta y ya no digamos de sí mismo, sonrió y se dio media vuelta.
Estaba claro, debía ser el karma... O si no, mejor pensar que era así, se dijo, porque estaba claro que si reaccionaba en plan machote, dándole un puñetazo a aquel tipo, iba a salir perdiendo. Lo del tantra, al final, sí que era bueno para la salud.