RAMY WURGAFT. Corresponsal en Latinoamérica
En la comitiva que acompaña a George W. Bush en su gira por Latinoamérica viaja también un individuo con un singular parecido físico al presidente. Él es Jeb Bush, hermano del susodicho y el cerebro detrás de lo que se ha venido a conocer como la diplomacia del etanol: la contrapartida de la diplomacia del petróleo que Hugo Chávez, anatema de Washington, promueve en la región.
En noviembre de 2006, cuando comenzaban los preparativos para la gira presidencial, Jeb se hizo invitar a la Casa Blanca, donde insistió en que el desarrollo de los biocombustibles podría ser la clave para llegar a un entendimiento con los gobernantes de Argentina y Brasil. Un pacto que, trasladado a la esfera estratégica, serviría para aislar al molesto Hugo Chávez. O como lo ha planteado Mike McConell, jefe norteamericano de Inteligencia, «reducir el fenómeno Chávez a sus verdaderas dimensiones».
El razonamiento de Jeb Bush, gobernador del estado de Florida, era de una apabullante sencillez. El etanol se obtiene de la caña de azúcar o del maíz. Brasil ya lo produce en cantidades industriales, a partir de la caña. Argentina no posee una industria desarrollada como la de su vecino, pero el maíz constituye una de sus principales exportaciones agrícolas y en la pampa existe un vasto territorio, que daría para multiplicar los cultivos.
El acercamiento del presidente Néstor Kirchner a su homólogo venezolano, mediante un sinfín de acuerdos energéticos y financieros, determinó que Argentina fuese excluida de la gira y, asimismo, de la ecuación que planteaba el hermanísimo.
Dadas las circunstancias, el coloso amazónico pasó a ser el único aliado factible con que contaría Washington para conjurar la amenaza del neopopulismo en la zona. Las condiciones objetivas para establecer una alianza en base al combustible vegetal son óptimas: Brasil produce anualmente 18.000 millones de litros de etanol y exporta 3.500 litros, de los cuales el 85% llega al mercado norteamericano. Estados Unidos elabora 20 millones de metros cúbicos de etanol: un volumen impresionante pero apenas una gota -sólo un 3%- en el mar de combustibles fósiles que consume.
El trato que George Bush le ofrecerá a Lula, en la reunión prevista para el día 10 de marzo, tiene dos caras. De un lado, la tentadora oferta de crear un fondo de 5.000 millones de dólares (Estados Unidos aportaría 3.800 millones) para desarrollar tecnologías que permitan reducir los costes de producción y dar comienzo al proceso de adaptación de la industria, sobre todo del parque automotriz, al nuevo combustible. La potenciación de la nafta verde crearía centenares de miles de puestos trabajo en Brasil; el sueño dorado de Lula.
Y Estados Unidos reduciría progresivamente su dependencia de los países productores, entre los cuales Venezuela ocupa un lugar prominente. Hasta aquí todo cuadra, sólo que a Lula no le va agradar el otro lado de la moneda, donde intervienen los intereses del poderoso lobby de los agricultores norteamericanos. Los curtidos farmers han advertido a Bush que si reduce en un centavo las tasas arancelarias a las importaciones brasileñas -incluida la caña de azúcar o sus derivados-, ellos bloquearán las avenidas de Washington con sus tractores. Para salvar este obstáculo, los hermanos Bush proponen instalar las refinerías en los países latinoamericanos como Colombia o Chile, con los que Estados Unidos ya han suscrito tratados de libre comercio, que incluyen amplias ventajas tributarias.
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