Sábado, 10 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6292.
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No hay que temer a los que tienen otra opinión, sino a aquéllos que, teniéndola, temen manifestarla (Napoleón)
 CULTURA
DIARIO LIBRE
La balada de Robin y Marian en su versión latinoamericana
RAUL RIVERO

Los juglares de la Edad Media cantaban a proscritos como Robin Hood. ¿Qué hay de raro en que sus sucesores se inspiren en los narcos? Tampoco importa si, al cabo, reparten la plata a los pobres

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Martes

Tigres que cantan

Está afianzado y tiene escuela. Sus devotos viven en el norte de México y en el sur de la Unión Americana, pero aparecen agregados y ramificaciones en cualquier punto del enorme mapa. El narcocorrido ha entrado con la fuerza de la tradición y se renueva con la sonoridad de los equipos electrónicos y el contenido de sus letras. Cuentan los avatares de los hombres y mujeres que trafican con estupefacientes.

Al olvido las canciones con la crónica de los héroes revolucionarios y los ladrones misericordiosos que aman y ayudan a los pobres. Ni una letra más para Robin Hood. Las historias van ahora por las confluencias de amores y aventuras, las hazañas al margen de la ley que produce el afán del dinero rápido y abundante del mercado de la droga.

Es una variante de la música norteña. Es una pasión creciente que ha subyugado a los habitantes de un territorio que abarca franjas de dos naciones -México y Estados Unidos- pero que, en el plano emocional, se siente, se manifiesta, como una resbaladiza patria única, encerrada en el galope sostenido y peligroso de la violencia.

Los protagonistas de estos himnos son los jefes de los grupos de narcotraficantes, sus amantes, las ayudantías y los pistoleros de campaña. Los autores adornan las biografías de esos comandos del delito con elementos, a veces, extraterrenales. Sus romances se convierten en leyendas y sus desafíos a la justicia los hacen aparecer como hombres valerosos y arriesgados, favorecidos por la sabiduría popular y el ingenio.

El narcocorrido no se propone un trabajo pedagógico ni moralizante. Creo que tampoco quieren exaltar esas figuras del hampa para que no falten nunca contrabandistas jóvenes en una filas que la muerte frecuenta escandalosamente. No, esa modalidad del corrido mexicano tiene un enlace directo con la labor de los juglares y otro lazo de sangre (de sangre verdadera) con el periodismo, en la categoría de la más genuina crónica roja.

El poeta mexicano Avelino Gómez Guzmán es un estudioso del tema. El escritor explica que con el corrido «estamos hablando de una narración cantada que se apoya en hechos concretos e intensos y se caracteriza por su sobriedad y concisión en lo narrado».

Esa sencillez, el interés de los sucesos por su proximidad y el uso de un lenguaje popular con todos los aportes de una cosecha privada, regional, de la lengua castellana -sin olvidar el desarrollo de la radio, la televisión y la publicación de millones de álbumes discográficos- tienen ahora al narcocorrido en el número uno de las preferencias de ese país imaginario que se levanta, a pesar de todo, entre dos culturas, dos idiomas y dos naciones enormes.

El famoso grupo Los Tigres del Norte, integrado por los hermanos Hernández, es el símbolo actual y más visible, la gloria y la meca de la música norteña. Tienen en su repertorio suaves boleros, polcas, cumbias, rock mexicano y canciones de todos los compositores clásicos de su país. Pero la maestría con la que cultivan el narcocorrido, la popularidad de sus piezas dramáticas de sexo, traición y pólvora, arrastra a millones de fanáticos.

Cuando escucho sus corridos -con un ritmo nervioso que le impone la batería- y me entero de las historias de amores y muerte que se cuentan a bordo de un relámpago, la memoria me lanza a los fragmentos de un corrido muy viejo que cantaba siempre, ya pasado de tragos, el poeta salvadoreño Roque Dalton. Dice así: El día en que la mataron / Lolita estaba de suerte / de seis tiros que le dieron/ tan solo uno era de muerte.

Sucede que ya todo está escrito y cantado. Se cambian los sombreros (que después regresan), las gafas de sol (que ya volvieron) y las carabinas de repetición por las pistolas con láser y silenciador. Pero la nulidad del ardor es el mismo y es idéntico el afán de la muerte aunque se hagan cirugías y se asuman con fervor los dictados de las pasarelas.

Jueves

Sin pasado en el parque

En la barra de madera de ley, sucia y ancha, teníamos puestas dos cervezas calientes. Soltaban espuma por los picos de las botellas. Iba a hacerse de noche y unas mujeres lavaban ropa metidas hasta las rodillas en un arroyo claro que pasaba debajo de la bodega. Armando Almánzar y yo esperábamos un automóvil que nos llevara de regreso a Santo Domingo. Pasaba por la tierra el año 1979.

El hombre tenía 38 años y era, en ese momento, el crítico de cine más importante de su país. Había publicado un par de libros de cuentos, pero el público lo quería más en las pantallas del televisor y en las páginas del Listín Diario. Creían en sus juicios inteligentes y en una erudición que él sabía traducir al lenguaje de la calle, al castellano armonioso y escaso de eses que se habla en la República Dominicana.

En esos días comprendí que el crítico de cine soportaba a duras penas la fama. Lo que de verdad quería era apuntarse de manera definitiva en la cofradía de la soledad de los escritores de fondo. Allá, en los silencios de la invención, de la creación de un mundo paralelo que un hombre sueña o cree soñar.

Él ganó esa contienda. La obra narrativa de Almánzar ha crecido y, sin dejar de hacer sus rigurosas críticas de cine, es ahora uno de los prosista de más renombre en su patria. Es un cuentista natural que también publica novelas. Un autor que halló esos salones callados, que sale de ellos para entrar con sigilo en las salas de cine y regresar enseguida a sus relatos.

Ya a estas alturas del juego, el escritor se permite, a veces, en declaraciones a la prensa, renegar de ese trabajo esclavo de ir a la televisión de lunes a viernes a decir qué le parece un filme. Es frustrante, dice, «que me entusiasme con una película por su profundidad y que a la mayoría que han visto el programa les gusten las historias de golpes y trompadas».

Confiesa lo que ya todos sus amigos conocían. Esa labor de crítico, los años empeñados en el esfuerzo por dar a conocer el buen cine, se han convertido para él en una experiencia perturbadora en la que se ve a sí mismo de paseo frente al mar con un televisor al hombro. Algo mecánico, que comienza a obstruir sus obsesiones por contar historias.

«Me gusta más sentirme escritor, que me tengan como escritor», dice claramente.

Así, en esas escaramuzas interiores, pasó el tiempo y pasó un águila por el mar, como dijo el poeta y Almánzar tiene ya un poco más de una docena de libro publicados. Sólo la editorial Norma ha dado a conocer estos títulos: Límite, Infancia feliz, Selva de agujeros negros para Chichí, Cuentos de cortometrajes, Marcados por el mar, Un siglo de sombra y El elefante y otros cuentos de la Era.

Ahora sucede que la vida afloja el dogal, le da un chance y le permite juntar obsesión y oficio. Este año, en los próximos meses, comenzará en República Dominicana el rodaje de una película basada en una novela de Armando Almánzar.

El libro comenzó a circular en enero pasado. Se llama Desconocido en el parque. Es la historia de un hombre que se despierta en el banco de un parque, en el esplendor de la época del dictador Leónidas Trujillo. No sabe quién es, ni de dónde viene, ni hacia dónde va. Frente a él, un policía de completo uniforme (la cabeza formando gorra, dijo el otro) le exige que se identifique. Al fondo, hay una estatua del tirano.

Me gustaría leer la crítica del severo Almánzar acerca de la versión cinematográfica de su novela. A lo mejor le recomienda al público que vaya a verla.

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