JAVIER VILLAN
'La casa de Bernarda Alba'
Autor: García Lorca./ Dirección: Amelia Ochandiano./ Escenografía: Ana Garay./ Iluminación: Gómez Cornejo./ Intérpretes: Margarita Lozano, María Galiana, Concha Hidalgo, Aurora Sánchez, Ruth Gabriel, Palmira Ferrer, Nuria Gallardo, Candela Fernández, Mónica Cano y Saturna Barrio./ Escenario: Centro Cultural de la Villa.
Calificación: ***
MADRID.- Me preguntaba el otro día en la sala Guirau si estaríamos asistiendo a un renacer de la afición por el teatro; sería una de las pocas buenas cosas que le están ocurriendo a este país desventurado. La otra tarde, con el enorme aforo del Centro Cultural de la Villa casi al completo, un público jovencísimo y colegial se rompía las manos aplaudiendo La casa de Bernarda Alba. Es un Lorca sombrío, premonitorio de la cerrazón política, intelectual y moral que acabaría incendiando España. Lorca escribió esta obra dos meses antes de ser fusilado.
Este público jovencísimo aplaudía de distinta manera los pasajes más intensos de la Bernarda, no siempre adecuadamente subrayados por la dirección de Amelia Ochandiano. Por ejemplo, se identificó plenamente con la rebeldía recental de una doncella, Adela (Candela Fernández); «mi hija ha muerto virgen» es una de las afirmaciones más terribles que una madre puede perpetrar, incluso una madre ferozmente dictatorial como Bernarda.
Es un código moral repulsivo e implacable. Por cierto, esa terrible frase, esa declaración de principios inamovibles, en boca de Margarita Lozano, carece de terribilidad e incluso de autoridad; Margarita Lozano, una actriz cinematográfica de referencia inexcusable para la gente de mi generación, imprime ese tono neutro e intemporal a toda su interpretación, lo cual devalúa la contundencia del personaje.
Se aplaudió también la locura de la abuela (Concha Hidalgo), el rencor envenenado de Martirio, la tormenta de su amor imposible potenciado por una Nuria Gallardo desgarrada y visceral. Los aplausos fueron generosos y acertados y llegaron al estruendo cuando salió a saludar María Galiana, una Poncia sin estridencias pero definitiva.
Todos los montajes que yo recuerdo de la Bernarda ponen el énfasis en lo evidente: opresión, anulación de la individualidad, peso implacable de una autoridad represiva. Suele pasar inadvertida una soterrada y a veces explícita lucha de clases, ejemplificada serenamente por la Poncia: el rencor del siervo que imagina el ajuste de cuentas vengador. No creo que esta consideración entrara en el cálculo de las ovaciones a una Galiana formidable. Pero es, en cualquier caso, lo más destacado de este montaje en exceso rígido, encerrado en sí mismo y encorsetado en una escenografía y una iluminación de un realismo convencional y estático.
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