Sábado, 10 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6292.
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EL CORREO CATALAN
Con esta ingeniosa salida, salva dos veces la vida
ARCADI ESPADA

Querido J:

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La otra noche estuvo por aquí Antonie Compagnon, presentando la versión española de Los antimodernos. Tal vez hayas leído el libro, aunque me extrañaría que no lo hubiésemos comentado. Me arriesgo a darte unos datos que quizá conozcas. Compagnon es catedrático de Literatura en la Sorbona y su libro obtuvo un éxito notable y polémico cuando Gallimard lo editó hace dos años. Su tesis central tiene la atracción del envés: los realmente modernos son los antimodernos: desde Chateaubriand a Barthes, pasando por Baudelaire. Es una paradoja tipo Joseph de Maistre (otro reaccionario rescatado por Compagnon), cuyo máximo peligro es el parisien. Recordarás, porque ésta sí fue muy comentada entre nosotros, la célebre frase de John Weigthman, ese francófilo inglés del que conozco poco, pero todo admirable, que escribió en 1989, de manera absolutamente precursora, un ensayo titulado On not understanding Michel Foucault, que dejaba hecha trizas la fraseología posmoderna, y en cuyos primeros párrafos liquidaba varias décadas de pensamiento francés subrayando que del C'est qui n'est pas clair n'est pas français se había pasado al Ce qui n'est pas un peu obscur n'est plus vraiment parisien. Weigthman murió en agosto de 2004, poco después de escribir un ensayo sobre la Biblia, donde se refería a Dios, tan certeramente, como «esa persona tan desagradable». Por cierto: ¿sabes quién escribió su necrología en el Guardian?: Stephen Vicinczey. A pesar de sus innumerables y propagados defectos, Dios tiene la virtud de criar a los buenos juntos.

El libro de Compagnon, que aunque no lo parezca es el objeto de esta carta, tiene muy buenas intenciones, pero la fragilidad de alguna de sus tesis no las resuelve la oscuridad parisién, agravada además por una escritura pesarosa. Mucho más radical, claro y concreto me parece el de Juan José Sebreli, Las aventuras de la vanguardia, cuando plantea de modo tenaz, y en general inapelable, la incompatibilidad entre vanguardia y modernidad: es decir, cuando atribuye a la vanguardia el depósito del irracionalismo. Parece que Compagnon quiere decir lo mismo, pero le sobra attrezzo y paradoja. Weigthman también escribió sobre la vanguardia: The concept of the avant-garde: explorations in modernism; pero no lo conozco. Compagnon, suave y pedagógico, perfectamente dotado para hablar en público, estuvo la otra tarde en Barcelona y comentó su obra. Al final del coloquio se estiró: «Creo que los que hoy pueden llamarse antimodernos son los auténticos herederos de la Ilustración».

La conclusión más que literaria era política. En la última parte de su discurso había aludido a los nuevos reaccionarios (Finkielkraut, Bruckner, Glucksmann: hoy todos con Sarkozy) y a ellos se refería. Tanto su discurso de la otra tarde como su libro resultan mucho más convincentes cuando aluden a la política. Es fácil entender que Glucksmann o Hitchens son gentes de la Ilustración; mucho más complejo es que lo sean Chateaubriand o De Maistre. Es la política también la que centra el último capítulo de su libro, y con los mejores resultados. Esta frase, por ejemplo: «Los antimodernos, reivindicando un derecho de inventario al apelar al escepticismo y a la libertad, ocupan una posición aparentemente incómoda de la que, sin embargo, sacan una indudable ventaja». El derecho de inventario. Es una buena (¡y moderna!) manera de llamar a aquello que llamábamos revisionismo condenándolo. O de avanzar (como Sartre decía de Baudelaire) «mirando por el retrovisor». Pero en el capítulo final brilla, por encima de todo, la hermosa fábula de La Fontaine, que utilizó el crítico Albert Thibaudet para definir al liberal: «Entre la derecha y la izquierda se parece a un murciélago. Continuamente se le exige que elija: 'Soy un pájaro, ¿no veis mis alas? Soy un ratón, ¡viva las ratas!'. Hay que ser ratón o pájaro». Aunque de inmediato, Compagnon apostilla con perspicacia al crítico: «Pero Thibaudet conoce la moraleja de la fábula, que termina con la victoria del murciélago: 'Con esta ingeniosa salida / salva dos veces la vida'. El antimoderno logra imponer su ambigüedad, o su atopía, como decía Barthes».

No creo que haya muchos debates a la altura de lo que de un modo u otro, pero confluyendo, proponen Weigthman, Compagnon, Sebreli o Glucksmann. Es decir, hasta qué punto la perversión nacionalista, el irracionalismo artístico, la corrección política, la rebaja del mérito o el descrédito de lo real han desfigurado la herencia ilustrada. Y hasta qué punto puede pensarse con Compagnon que los herederos de la razón son hoy una suerte de peculiares antimodernos, donde se alojan muchos de los que a ti y a mí nos gustan, desde Orwell hasta Benda, sí, tú apreciadísimo Benda, al que Compagnon, tomando prestada la frase, define como «insoportable y sin embargo simpático, paladín de la coherencia», pero vencido al fin por las paradojas. Voy a ir acabando y cerraré aún más el angular. En un momento particularmente agudo de su conclusión, el profesor se mira el envés y se pregunta si los antimodernos y su argumentación no serán una forma de salvoconducto. Esto dice: «¿Podría pensarse que el fenómeno antimoderno estuviera ligado, a causa de su ambigüedad, a la dificultad que tiene en Francia la derecha para asumir su nombre, sobre todo para los que provienen de la izquierda, en una cultura política en que la legitimidad es desde la Revolución, el romanticismo y la República de izquierdas? La derecha raramente está orgullosa de serlo».

Legitimidad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre. La hipótesis de Compagnon es plausible. Pero te propongo que sometas a tu criterio el caso español, visto a la luz de la legitimidad. La República de izquierdas. El caso francés no deja de ser un plácido espectáculo de tibieza. Entre otros motivos porque la legitimidad es más remota y ha sufrido la implacable sentencia del tiempo. Por el contrario, la República de izquierdas está aquí vivísima. Tiene cuatro días. Y una pesada sombra que se proyecta sobre todos los aspectos de la vida colectiva. En España la derecha sólo tiene legitimidad para ejercer la dictadura: lo piensa y lo proclama la izquierda, y con tanto éxito que la derecha acaba creyéndoselo. La singularidad española incluso explica (¡lo que ya es explicar!) que las derechas provinciales hayan abrazado con tanto entusiasmo la causa nacionalista. Una de nuestras desgracias más potentes es que el nacionalismo, y no el liberalismo, ha sido aquí el gran salvoconducto. Tu retiro te hace a veces mucho menos pesimista, y tal vez discrepes de mí. Pero yo creo que nuestro improbable antimoderno es un hombrecillo que atraviesa la galerna (chuzos de punta) bajo la protección de una elegante sombrilla comprada en Balbec. Ratón o pájaro, qué más dará al fin, si aquí el murciélago pierde dos veces la vida.

Sigue con salud.

A.

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