Seis novillos de Falé de Filipe terciados, cómodos de cabeza, nobles, bajos de casta y sin fuerzas.

Daniel Luque, que sustituía a Oliva Soto: ovación con saludos (estocada y el novillo se echa) y oreja tras aviso (estocada). Pérez Mota: vuelta con petición (estocada) y silencio tras aviso (pinchazo y estocada). Alberto Gómez, que debutaba con picadores: silencio tras aviso (seis pinchazos) y silencio tras aviso (tres pinchazos y descabello.

Coso de la Calle de Xàtiva, primer festejo, algo más de un cuarto de entrada.

VALENCIA.- Cada año, en cada plaza, nos aguarda alguna noticia amarga que, no por sabida, deja de ser amarga y noticia. Llegas al coso de Valencia, todavía con el musgo invernal floreciendo entre sus piedras, miras al burladero de los médicos y falta la figura quijotesca y frágil del doctor Aragón. Era una fragilidad engañosa, una debilidad de hierro: un ángel de la vida frente a las legiones de ángeles de la muerte que todas las tardes sobrevuelan el ruedo.

Ver a José María Aragón correr raudo a la enfermería, tras una cogida, era el anuncio de un drama posible; verlo aparecer después en su sitio, en el callejón, para seguir los pormenores de la lidia, era certeza de que la vida había triunfado sobre la muerte. El doctor Aragón tenía el apacible don del equilibrio y la mesura. Cuando dialogábamos sobre toros y otros pormenores de la vida, dejaba entrever su contradicción entre el aficionado exigente y el médico que tutelaba la vida de los toreros. Más de un diestro, mirándose los costurones de su cuerpo, al conocer hace unos meses la muerte de José María Aragón, habrá llorado pensando que la abierta sonrisa del doctor y sus manos milagrosas de restaurador de cuerpos desgarrados, le salvaron la vida. Y que, aunque haya otras divinidades tutelares que sustituyan al difunto, la cornada, en Valencia y en cualquier otra parte, será más amenazante. Médicos como el doctor Aragón sanan tanto los cuerpos como la almas.

Esto es, pues, lo primero de estas Fallas: un brindis por la memoria del doctor Aragón. Lo segundo, saludar a la afición. Tras el letargo invernal, y después de los congeladeros episódicos de Ajalvir y Valdemorillo, y del sarao de Olivenza, un rigodón más social que verdaderamente taurino, las Fallas abren con fuerza la temporada.

Lo tercero es señalar los fulgores toreros de un muchacho que se llama Daniel Luque, que entró ayer en los carteles por la puerta de las sustituciones y dejó entreabierta la Puerta Grande de los triunfos para tardes futuras. Una estética pausada y sin crispaciones, un sentimiento claro y transparente del arte de torear, un don apacible y quieto -como el doctor Aragón- echando el pecho por delante y la muleta templada y tersa. Esto, en tiempos en que todo, incluso el toreo, es vendaval y rechinar de dientes en España, es cosa importante.

El futuro no es predecible, no lo es, al menos, en su totalidad; ni en toros ni en nada; pero es de justicia imaginar tardes de gloria y de buen toreo en las muñecas y la cintura de Daniel Luque. Lo cual no quiere decir nada pues resulta peligroso jugar a profeta. Creíamos en la España reconciliada de la Transición, tras la muerte liberadora del dictador sanguinario, y ahí está España hecha jirones, corneada por una manada de toros enfurecidos. ¡Oh, negro toro de pena, oh, negro toro de España!, escribió, más o menos, el poeta.

Tiempo me ha costado averiguar a qué se refería don Antonio Machado cuando escribió, «esta España inferior que ora y embiste cuando se digna usar de la cabeza». No era cosa de la España devota de Frascuelo y de María, ni del cacique provinciano que, como supremo gesto de matar bravos, «vio a Cara Ancha recibir un día»; era el retrato machadiano de la España de hoy en la que toros de todos los hierros y encastes cornean ciegos y fieros; solanesca capea por las calles de Iberia que entenebrece el aire de España.

Le deseo a Daniel Luque la virtud de la serenidad de que carece hoy la política española y que en toros es, ni más ni menos, la virtud del temple, de la colocación y del valor. Igualmente se la deseo a Pérez Mota, arrancado y valiente toda la tarde, y a Alberto Gómez que debutaba con caballos y pareció, a todas luces, un debut antes de tiempo. Pérez Mota demostró garra y ambición, no exentas de torería; Alberto Gómez derrochó inmadurez e impericia y Daniel Luque esbozó el toreo de fondo y de arte que puede definir su carrera. Los novillos de Falé Filipe eran borregas líricas, bucólicas e inválidas, salvo el quinto, más dificultoso y el sexto, más aparente, aunque regordío.

Luque dibujó el toreo al natural y anduvo sobrado con la capa en dos novillos de dulce que salían templados y derrengados de chiqueros. Mas, a veces, esa templanza ovejuna la destemplan los malos toreros, cosa que no hizo Luque. Por lo demás, para él y para sus dos compañeros de terna ¡que Dios reparte suerte!

Cerrada ya esta crónica me llega otra noticia dolorosa: la muerte de Perico Beltrán, el último bohemio, el último romántico a quien dedicaré la crónica de mañana. No es sólo una cuestión de amistad, sino de gratitud. De pocas personas, como de Beltrán, podía aprenderse tanto de toros y de cine. Y yo tuve el privilegio de ser su amigo.