¿Por qué no Dick? Era una pregunta que nadie se había hecho. El grupo de directivos de la empresa de servicios petroleros Halliburton estaba pescando trucha con mosca. Pero, incluso en los bosques de hoja caduca de New Brunswick, en el noreste de Canadá, le perseguía el problema sucesorio de la compañía. Era el verano de 1995. Tras 12 años al frente de Halliburton, Thomas H. Cruikshank dejaba el cargo. Y no había quién le sustituyera.
Esa incertidumbre marcaba un viaje de placer en el que también estaban varios pesos pesados de la Administración de George Bush padre, que había sido derrotado por Bill Clinton hacía dos años y medio. Entre ellos, Dick Cheney, ex secretario de Defensa, que acababa de tirar la toalla tras casi dos años intentando una entrada en la carrera presidencial para 1996 que estaba de antemano condenada al fracaso, en buena medida porque el siempre metódico, discreto y solitario republicano no conectaba con el público. Como dijo uno de sus asesores: «Al señor Cheney no le gusta estrechar la mano de la gente».
Ese carácter apagado también tenía sus ventajas. Por ejemplo, ya se había ido a dormir mientras sus compañeros charlaban. Y eso fue lo que hizo que alguien lanzara el ¿Por qué no Dick? que iba a cambiar a Halliburton, a EEUU y, tal vez, al mundo. Porque Cheney, dos meses después, se convirtió en el presidente de la empresa. Se trasladó a vivir a Texas y reforzó aún más sus vínculos con el clan Bush. Y en 2001 se convirtió en el vicepresidente de Estados Unidos. Un vicepresidente cuyo poder probablemente no tenga parangón en la historia del país, alguien que, de hecho, ha ninguneado -eso sí, siempre con la máxima discreción- al jefe del Estado en innumerables ocasiones.
Cheney ha marcado la política económica y exterior de EEUU desde 2001. Las bajadas de impuestos de George W. Bush, la Guerra de Irak y las cárceles secretas de la CIA son en buena medida obra de este devoto cristiano metodista, fiel a sus amigos hasta el fin, pesimista y ultranacionalista.
Se trata de un político formidable. Ésa es la razón por la que llegó a Halliburton: porque lo sabía todo de Washington. Absolutamente todo. Una de sus primeras tareas en la Casa Blanca, a principios de los 70, fue decidir qué cucharillas y saleros había que comprar. Dos décadas después, en 1991, dirigía el Pentágono durante la Guerra del Golfo.
Entre medias, había sido el número dos de la jerarquía republicana en la Cámara de Representantes y jefe de Gabinete del presidente Gerald Ford. Y todo partiendo de cero, sin pertenecer a ninguna familia bien conectada y con una mala salud de hierro, reflejada en sus tres infartos, el primero de ellos, a los 34 años.
Cheney ha llevado a cabo esa constante subida en los escalafones del poder sin ruido. «¿Soy el genio maléfico en una esquina al que nadie ve salir de su agujero?», se preguntaba en una entrevista con el diario USA Today en enero de 2004. Y, a continuación, se respondía a sí mismo: «En realidad, ésa es una buena forma de operar». Su opacidad es tal que nadie sabe pronunciar su nombre. Mientras todo el mundo le llama Cheini, el propio interesado y su familia dicen que su apellido debe ser leído Chini.
Pero ese secretismo también conlleva un defecto: la incapacidad para tomar decisiones en solitario y su escasa habilidad para formar equipos. Sus únicos aliados en la Administración han sido el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y su ex jefe de gabinete, I. Lewis Libby, quien fue considerado culpable el martes por un gran jurado por obstrucción a la Justicia. Una sentencia que ha hecho que muchos en EEUU se hayan vuelto a preguntar ¿Por qué no Dick? Pero esta vez no es para darle ningún cargo. Sino para que Bush le eche -es decir, le pida que dimita, ya que el jefe de la Casa Blanca no puede cesar a su vice- y trate de resucitar su Presidencia con, por ejemplo, la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, como sustituta.
Pero parece improbable que Bush liquide a Cheney. En primer lugar, el presidente es alérgico a cesar a nadie. En segundo lugar, él mismo es una creación de Dick Cheney. El vicepresidente no ha tenido inconveniente en convertirse en el malo de la Administración y en cargar con la culpa de las decisiones más impopulares a cambio de aumentar su poder e influencia en la Casa Blanca. Aunque esa estrategia está siendo arruinada por su extrema impopularidad, reflejada en las pegatinas de los coches que circulan por el barrio de Dupont Circle, un bastión de izquierdas de Washington: «Cesad a Bush. Torturad a Cheney».
Desde 2006, la persona con más ascendente sobre Bush no es el vicepresidente, sino la secretaria de Estado. Rice es tan conservadora como Cheney, pero más flexible. La jefa de la diplomacia de EEUU nunca haría como el vicepresidente, quien en los años 80 pidió al semanario Time que dejara de llamarle moderado, y quien votó en contra de la imposición de sanciones comerciales al régimen racista de Sudáfrica.
Claro que Cheney también puede pactar con sus propios principios, como cuando hizo que Halliburton violara la ley al hacer negocios a través de subsidiarias en terceros países, como la República Islámica de Irán, el Irak de Sadam Husein y la Libia de Muamar Gadafi. Él ya lo dejó claro en 1998: «El buen Dios no tuvo a bien poner petróleo y gas donde hay Gobiernos democráticamente elegidos que son amigos de EEUU. En ocasiones tenemos que operar en países a los que, si uno los mira bien, nunca iría. Pero es allí donde está el negocio».
Esa franqueza cínica no exenta de chulería es muy de Cheney. Como cuando, en los años 80, explicó en el Congreso que no había ido a Vietnam «porque tenia cosas más importantes que hacer». De hecho, el vicepresidente llevó a cabo un auténtico bombardeo de precisión en el útero de su mujer, a la que dejó embarazada aproximadamente cinco semanas después de que se aprobara una ordenanza por la que todos los hombres sin hijos podían ser enviados a la Guerra en el Sureste Asiático.
Así es como llegó al mundo Elizabeth, su hija mayor, a quien papá enchufó en el Departamento de Estado en 2002 y quien se convirtió en una de las mayores defensoras de la guerra contra el ex socio de Halliburton en Irak, es decir, Sadam Husein. Tres años después llegó Mary, quien fue directora de campaña para la reelección de su padre en 2004, pero que es famosa sobre todo por su orientación sexual, ya que es lesbiana. Mary está ahora embarazada y, en los próximos meses, dará a Cheney su sexto nieto. Todo indica que, para entonces, seguirá siendo vicepresidente.
Incluso aunque todo el país siga haciéndose la pregunta que, según el miembro del jurado del caso Libby, Denis Collins, se preguntaban él mismo y varios de sus compañeros mientras juzgaban al jefe de gabinete del vicepresidente: ¿Por qué está aquí este señor? ¿Por qué no Dick?