María Luisa / Senda, Calvo y Palazón.
Siete toros, quinto bis de María Luisa Domínguez, correctos de presentación, justos de trapío y muy flojos, salvo el sobrero, manso y bronco, y el sexto, complicado. Lo mejor, la nobleza del segundo y cierta raza del cuarto.
Paco Senda: silencio (tres pinchazos) y ovación (pinchazo y bajonazo). José Calvo: oreja (estocada) y vuelta tras petición (pinchazo sin soltar y corta contraria). Fco. José Palazón: silencio (dos pinchazos) y silencio tras aviso (dos pinchazos, media y nueve descabellos).
Coso de la Calle de Xàtiva, segundo festejo, media entrada con frío y viento.
VALENCIA.- Querido Pedro: La noticia de tu muerte ha llegado a deshora, como ocurría siempre contigo. O sea, que todo en orden, salvo la tristeza de tu última soledad. Por lo demás, casi todas las muertes nos cogen a contrapié: como a los toreros una embestida imprevista. Eso le pasó ayer al banderillero Manuel Infante y al matador Palazón que fueron revolcados y se salvaron de la cornada por feliz casualidad. En cambio, José Calvo acabó en pie, gracias a su firmeza y valentía, tras lidiar las insidias de un marrajo, el sobrero, y los violentos tornillazos del vendaval.
Ayer se vistieron de luces tres toreros de la Comunidad de Valencia; fue una de esas corridas regionales que se monta en casi todas las ferias de la España autonómica, camino hoy de una traumática España confederal. Si hubiéramos definido a tiempo un Estado Federal, no estaríamos como estamos. Tú, tú, Pedro Beltrán, del cantón de Cartagena sabías esto y sabías también que el arte de torear no sabe ni quiere saber de nacionalismos o regionalismos.
Paco Senda y Fco. José Palazón salen del cartel más o menos como entraron. Senda, elegante y estilista, como siempre, aunque ineficaz. José Calvo sale revitalizado, sobre todo en su amor propio y capacidad para resolver problemas ante el toro. Hace apenas un mes, Pedro, me convocabas a la Cervecería Alemana, de la plaza Santa Ana -viejo feudo de los Dominguines- donde habías establecido tu despacho de poeta, para enseñarme tu último guión cinematográfico.
Y, como yo también suelo andar a contraestilo, ni fui, ni te busqué, ni pude volver a hablar contigo de toros o de cine. Como la tarde de ayer no dio para pasodobles de triunfo y gloria, pediré que suenen los compases de Carmen, la de Ronda de los toreros machos, con el tajo y Rosi al fondo. Y que conste que tu guión de El extraño viaje, que nada tiene que ver con los toros, es uno más geniales del cine español.
Cuando cualquier noche de estas me encuentre con nuestro amigo Ginés Parra, el poeta y naranjero valenciano, nos miraremos en silencio y ese silencio lo dirá todo. Luego comentaremos si los toros son o dejan de ser; si los toros de ayer de María Luisa Domínguez respondieron a sus credenciales de casta y de nobleza o se quedaron a medias.
Yo creo que ni siquiera se quedaron a medias; ni siquiera respondieron a lo que de ellos se espera en el tercio de varas: espectáculo y empuje; blandorros, salvo el barrabás lidiado de sobrero y el incierto sexto, sonámbulos, ausentes y autistas. Salían como pidiendo disculpas, como si a la fuerza y, por una extraña mutación genética, hubieran metido en su cuerpo de toro un alma de cordero.
Los toreros de ayer, con pocos o escasísimos contratos, salvo corridas como ésta a beneficio del espíritu autonómico y regional, hicieron lo que pudieron. José Calvo hizo, incluso, más de lo que podía. Con una oreja en el esportón, se la jugó a caraperro en el sobrero, tratando de arrancar la otra que le abriera la Puerta Grande. La lidia de este marrajo fue un verdadero calvario. Tras innumerables entradas, pasadas en falso y reveses sin cuento, la arena estaba sembrada de palitroques y en la piel del animal sólo dos que, gracias a la habilidad del subalterno, lograron ser los cuatro preceptivos para el cambio de tercio. Verdaderamente José Calvo bien podrá decir que vino a luchar contra los elementos: la violenta bronquedad del guardiola y los derrotes atemporalados del viento.
Malos tiempos para la lírica, que dijo Bertold Brecht, malos tiempos, querido Pedro, para la Fiesta, malos tiempos para la Historia y para la vida. La torada española -dos toradas cada vez más encampanadas y desafiantes como el sobrero de ayer- arrastra en sus estampidas, «al estilo Texas» qué decía alguien en no sé que película de vaqueros, cercas y alambradas.
No sé, Pedro, qué pasará con tanto toro resabiado, tanto mayoral cafre y tanto torero, en el ruedo político, sin sitio ni templanza. Pero, mientras arrecia el vendaval, pasadas ya las siete de la tarde, me permito, Pedro Beltrán, recordar un antiguo poema tuyo que, de clandestino, pudo convertirse en ocasión de comisaría por culpa de una borrachera homérica y colectiva.
Hace muchos ponías en boca de Carrero Blanco, en la cumbre de su poder, unos versos terribles: «Antes que nos invada el marxismo sin Dios,/ que nos destruya el átomo en bíblica explosión». Y advertías que «podría desmandarse la torada». La torada está suelta por propia tendencia al cainismo y, sobre todo, por culpa de mayorales y cabestros. Doy, pues, por concluida la corrida, mientras arrecia el viento racheado y Francisco José Palazón descabella y descabella interminablemente. Y te recuerdo lo de la torada, mientras me cayo otras muchas cosas que no caben en la crónica.