JUAN BONILLA
El último grito de las empresas publicitarias es colocar a un agente en alguna institución dedicada a defender los intereses de un colectivo (por ejemplo, el Defensor del Menor). Su tarea consiste en hacer que un anuncio que podría haber pasado desapercibido en la marabunta de imágenes salte la valla de las páginas de publicidad para caer en las páginas de Sociedad; salte la valla de los bloques publicitarios entre programas para que caiga en los minutos principales de los telediarios.
O sea: algunos anuncios se hacen no para anunciar nada, sino para hacerse noticias. Y el hombre de la agencia publicitaria que consiguió colarse en una institución benemérita es el encargado de conseguir la repercusión, cuyo único coste es producir una imagen suficientemente ambigua como para que puedan probarse las acusaciones que sobre él caerán.
El último caso es el anuncio de niñas de Armani. Confieso que me habría pasado completamente desapercibido si sólo hubiera ocupado las páginas para las que estaba destinado. El gran favor que se le ha hecho al sacarlo de ese contexto y subirlo a las páginas de información me lo ha revelado. He sido incapaz de no sospechar que quien presenta la denuncia contra el anuncio debe tener algo que ver con la propia marca de ropa. De no ser así -y supongo que no es así, claro-, no puedo entender el susto y las manos a la cabeza de los bienpensantes -bienpensantes a los que no veo asustarse nunca ante el espectáculo bochornoso de niños estrellas en programas de máxima audiencia, interpretando canciones lascivas como Devórame otra vez- .
Declarar que el anuncio de Armani incita a la paidofilia es ponerse demasiado pronto en el lugar del paidófilo, mirar el anuncio con sus ojos, poner en duda la mirada del consumidor normal para colocarse en lo peor. Con esa táctica, no hay anuncio que sobreviva a un examen riguroso: si miras el anuncio de natillas de Ronaldinho con ojos de un alérgico a los lácteos parecerá que se da publicidad de la muerte o, al menos, de las inyecciones de Urbasón.
Miro la fotografía de Armani y debo ser un enfermo porque no veo más que a dos niñas bonitas y arregladas para la ocasión, puede que cosificadas, sí, como todo lo que sale en un anuncio publicitario, como los niños bonitos que salen en los anuncios de papel higiénico -que, ahora que lo pienso, podrían dar lugar a terribles equívocos si los examináramos con ojos de coprófilo-. Como siempre en publicidad, a pesar de la enérgica lascivia reinante, es el sexo lo que pone de los nervios a la policía intelectual.
Me recuerda a aquel chiste de la vieja que ve a un musculitos sin camiseta, y llama a la policía, y denuncia que en su portal hay un muchacho enseñando pectorales, lo que es una indecencia. La Policía acude, dice al animal de gimnasio que está molestando, y el muchacho se retira. A la media hora, la señora vuelve a llamar: el muchacho sigue molestándola; sí, se ha marchado del portal, pero ahora está a 200 metros y lo puede ver perfectamente con sus prismáticos. Pues eso.
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