Lunes, 12 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6294.
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 CULTURA
MAÑANA, 'DON PASQUALE' POR 7,50 EUROS
El buen humor de Donizetti
RUBÉN AMON

Todavía hoy aparece en los cartelones y en los programas de mano la circunstancia que relaciona el libreto de Don Pasquale (1843) con la firma de «M. A.». Son las iniciales de Michele Accursi, un literato menor de conspicua militancia mazziniana que se avino a ceder su M y su A al proyecto operístico porque el verdadero autor del texto, Giovanni Ruffini, consideraba contraproducente para su reputación (¿?) la idea de aparecer en la comedia enredada y feliz del ya viejo Gaetano Donizetti.

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Es una paradoja de la historia y de la literatura mismas. Nadie recuerda a Ruffini por la novela que le dio fama e ínfulas en el ya avanzado ottocento (Lorenzo Bernoni e il dottor Antonio), pero los musicólogos sí valoran hoy la trama laberíntica de Don Pasquale como una contribución excelente en términos de ritmo, teatralidad y conciencia humorística.

Son las tres cualidades que el maestro Donizetti conjugó para alumbrar una de sus obras capitales. No sólo confrontándola con las otras dos joyas del propio repertorio ligero -es decir, L'elisir d'amore, La fille du régiment-, también comparándola con los grandes dramas elegiacos (Lucia, Roberto Deveraux, Lucrecia Borgia) y relacionándola con el hueco que el enorme silencio de Rossini había procurado a la creación operística del siglo XIX en tiempos de orfandad y de muertes tan prematuras como la de Vincezo Bellini (La sonnambula, I Puritani, Norma).

No es fácil hacer reír en la ópera ni preservar el valor de la carcajada, de la sorna y de la ingenuidad durante más de 150 años de historia. Viene a cuento el comentario porque los lectores que tengan entre sus manos esta versión de Don Pasquale -a la venta mañana con la edición de EL MUNDO- podrán desternillarse y tutear su ternura argumental (es la ternura un término un poco cursi, pero también muy donizettiano) como lo harían, seguramente, delante de una película inspirada de Billy Wilder.

Mérito de un reparto exclusivamente italiano y extraordinariamente sensible al repertorio belcantista (Eva Mei, Alessandro Corbelli, Antonio Siragusa, Roberto de Candia). Mérito de la dirección escénica desinhibida y audaz de Stefano Vizzioli. Y mérito póstumo de Gaetano Donizetti, cuyo Don Pasquale es un ejercicio de pulcritud canora, clima ambiental, inspiración orquestal y redondez dramatúrgica en la plenitud de la madurez creativa.

Compuso la ópera en 11 días, o en tres meses, según nos fiemos o no de la facilidad hiperbólica que demostraba el maestro italiano delante de los pentagramas. Un detalle irrelevante si no fuera porque el alarde de velocidad responde a una cuestión de inspiración y de lucidez. Donizetti era consciente de que Don Pasquale, a caballo entre la ingenuidad y del patetismo, representaba el final de una época y el inicio de otra.

La suya languidecía porque retumbaban las inquietudes de las vanguardias -Richard Wagner escribió El holandés errante en el mismo 1843- y llamaba a la puerta el talento de Verdi (I Lombardi), pero el señor Gaetano no quería despedirse del ejercicio patriarcal sin dejar algunas ideas originales. Por ejemplo, la proyección psicológica de los personajes a través de su naturaleza musical, la riqueza orquestal que alimenta la oscuridad del foso, el lirismo natural de algunas cavatinas y la pátina nostálgica que matiza y eleva de grado el desarrollo espontáneo de los tres actos.

Esos guiños sutiles a las generaciones del porvenir han pesado menos que los reproches previsibles de la crítica centroeuropea. Dicen los germanófilos que Don Pasquale es la última de las grandes óperas bufas del repertorio italiano y que constituye la prueba trasnochada de una agonía cultural. Exageraciones y prejuicios que se antojan tan enrevesados como los vericuetos argumentales de la obra del clandestino «M. A.». O del maestro Ruffini, que suyos son los derechos y las ideas del libreto.

Digamos que Don Pasquale es un viejo soltero decidido a casarse para desheredar a su sobrino. Se llama Ernesto y ama a una viuda, Norina, que carece de bienes y de grandes luces. El doctor Malatesta aparece en escena para remediar los entuertos familiares con toda suerte de imposturas, aunque es el propio Pasquale, cascarrabias de buen corazón, quien finalmente se aviene a aceptar los esponsales ajenos y a perseverar en la propia soltería. Un final feliz para una ópera igualmente feliz.

Los honores corresponden, sin iniciales, a Gaetano Donizetti porque el viejo Pasquale es un reflejo de su acusado y fertilísimo sentido del humor. Parece ser que el compositor italiano escribió la partitura con una mueca sonriente y desinhibida. Se trata de una mera conjetura que, seguramente, puede avalarse con la vigencia absoluta de su última gran ópera en el repertorio contemporáneo. Pasen y vean, y escuchen, y diviértanse.

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