Michel Polnareff ha convertido su regreso a la patria francesa en una cuestión plebiscitaria. De otro modo, no habría conseguido abarrotar 10 conciertos consecutivos en el Palacio Omnisports Bercy de París (17.000 localidades) ni se habría permitido iniciar el espectáculo inaugural con una canción en clave autocomplaciente: «La sociedad ha renunciado a transformarme y a vestirme para que me parezca a ella».
Es una estrofa de Je suis un homme (Yo soy un hombre). También es una manera de justificar su aspecto glam (pero de los del principio, de los de la quinta de Marc Bolan), de ensortijarse la melena rubia, de ocultarse en la máscara de unas gafas de sol, de ceñirse los pantalones negros, de torear las evidentes arrugas.
Porque han pasado 34 años. Tres décadas largas de ausencia de los escenarios franceses, escondido bajo la cautela de un grave delito fiscal -su agente le engañó maquiavélicamente, cuenta- y en la evidencia de un desamor.
No se encontraba bien Michel Polnareff en la depresión de la Francia post Mayo del 68, aunque se erigió en profeta de muchas liberaciones. Algunas, incluso, las cantó en la escalera del templo del Sacré-Coeur, arropado por sus incipientes fans y custodiado de reojo por los gendarmes parisinos en nombre de la compostura, del sentido común y del orden.
Hay una imagen en blanco y negro que inmortaliza aquel casi concierto. Un recuerdo tan presente en la memoria de Polnareff que el propio cantante maldito quiso invocarlo física y musicalmente el pasado día 5.
La decisión sorprendió a los guardaespaldas. Más todavía a los turistas y a los admiradores neófitos y crepusculares. Pero allí estaba otra vez Polnareff, provisto de su guitarra, rodeado de sus coetáneas -tiene 62 años- y armado con unas botas militares que ahuyentaban a los escépticos.
Ha vuelto el hijo pródigo como un héroe. Tuvo que escaparse de Francia en 1973, asociado a la estirpe de los truhanes, aunque la presencia del primer ministro Villepin en el concierto del reencuentro otorgaba al acontecimiento todos los síntomas de un homenaje de Estado.
Tiene mérito porque la última presencia de Polnareff se remonta a los rumores escandalosos de 1989. No volvió para cantar, sino para encerrarse en un lujoso hotel de París, grabar un disco de culto (Kamasutra) y abandonarse en la soledad, las drogas y el alcohol durante 800 noches.
Nada que ver con la rehabilitación de los tiempos contemporáneos. Polnareff bebe Coca-Cola light, lleva en el equipaje un gimnasio doméstico, se concede extrañamente alguna cerveza y se mece en el regazo de Danyellah, tremenda mujer no se sabe cuántos años más joven.
Ella misma se avino a acompañar a Michel al número 24 de la rue Oberkampf. El cantante quería visitar el domicilio parisino donde había transcurrido su infancia. Ahora vive un cuarentón llamado Xavier, que se quedó desconcertado cuando Polnareff, en el umbral de la puerta de su casa, le dijo: «Me llamo Michel y he pasado muchos años de mi vida en este apartamento. ¿Le molesto si hago una visita?».
Es el contrapunto sentimental de su regreso a casa. El profesional consiste en una gira de conciertos por Francia, Bélgica y Suiza -las localidades están agotadas desde hace meses-, que desempolva simbólicamente la música y la letra de On ira tous au paradis. O sea, que iremos todos al paraíso con el que algunos visionarios identificaban a la voz misma del diablo.