Lunes, 12 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6294.
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A LA CONTRA / BARRA BRAVA
La prueba de vida
DAVID GISTAU

El Real Madrid jugó en Barcelona el partido con el que debería haberse atrevido en Múnich. En vez de ponerse el traje ignífugo que en el cráter de Alemania no resistió 10 segundos de calor, se deshizo de la plomada humana que lastra los circuitos de circulación y salió a ahogar al rival en su propia cueva. Además, le confió la pelota a Guti, quien por primera vez en 14 años goza de estatus de estrella porque a su alrededor no hay nadie más capaz de tocarle la flauta a una cobra. Conclusión: el Madrí más se parece a lo que fue y a lo que podría volver a ser cuanto más se descapelliza y regresa a la tradición de posesión del balón y gritos de al abordaje. Y atrás, que se echen los cobardes y los mezquinos del cálculo. El buen partido que nadie esperaba no ha de servir por tanto de coartada para Fabio Capello. Es más bien una «prueba de vida», por utilizar la jerga de los secuestros. La eliminación en Champions, el pasado miércoles, fue como el envío de una oreja. Ahora, en vez de una fotografía sosteniendo el periódico del día, nos han mandado un empate en el Camp Nou que demuestra que aún no ha muerto el cautivo cuyo rescate ronda los 14 millones del finiquito.

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El clásico supuso para el Barsa otro fracaso en un partido trascendental de los que en esta temporada le superan todos. Está como para salirle siempre bala si juega a la ruleta rusa. Abandonado el sábado hasta por la ya típica ayudita arbitral -una afición mal acostumbrada reaccionó con bronca y pañuelos a un arbitraje raro por neutral-, apenas le quedan asideros para mitigar la sensación de que el ciclo triunfal habrá durado lo que una pompa de jabón. Pudo ser mucho peor. Al Barsa lo salvó de la derrota el factor humano tal y como lo entendía Tolstoi en Guerra y paz: ese hombre que se levanta en una batalla perdida y él solo cambia el curso de lo que parecía inexorable. Aún favorecido por los tremendos errores en la marca de Torres en los dos primeros goles, ese hombre sin duda fue Leo Messi. Para la defensa del Madrí, fue como agarrar mercurio con las manos. Su hat-trick por generación espontánea nos recuerda una verdad de Perogrullo: hay una enorme diferencia entre tener o no tener futbolistas cojonudos que varían lo inexorable y reparan malas lecturas del mapa de batalla como la de Frank Rijkaard. A este chico, Argentina le espera como una tribu exiliada a su conductor.

Los octavos de la Champions decretaron que nuestra Liga no es la mejor y que el apodo «de las estrellas»

lo merece la inglesa. La liturgia de Anfield, con ese Kop en el que se mantiene encendida la llama original, encontró su reverso chungo en la tangana de Mestalla. De la que sin embargo puede extraerse una conclusión que condena a David Navarro por su puñetazo a traición en la misma medida que ennoblece al Inter por su camaradería: dar la cara por un compañero, también en eso consiste ser equipo. En cualquier orden de la vida, haga uno lo que haga, ojalá que siempre le acompañen amigos capaces, como Cambiasso, Figo y Samuel en Mestalla, de pelearse con la Policía con tal de meterse en el vestuario del enemigo sólo porque ahí dentro está, solo, uno de los suyos. Son códigos antiguos, de los que en todas partes se ha ido desertando por la supervivencia propia, y que desde luego ya no se estila en este fútbol de vedetitas que ni se saludan cuando se encuentran por la mañana en el campo de entrenamiento y que disimulan incluso cuando no queda sino batirse, como diría Alatriste.

Roberto Carlos anunció su marcha del Real Madrid justo después de cometer en Múnich un error por el que su equipo ingresará en la estadística más ridícula de la

Champions: la del gol más temprano. Como en la última década contribuyó a alimentar las otras estadísticas, las de la grandeza, puede decirse que a Roberto Carlos le guió el bushido y no se le ocurrió sino practicarse un hara-kiri para hacerse perdonar la honra perdida. Mucho más que la de Beckham, la saga/fuga de RC huele a final de época. A su clon Marcello, como a Gago e Higuaín, corresponde fundar una nueva era que ya tiene su mariscal: Sergio Ramos.

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