Lunes, 12 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6294.
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Hay momentos en la vida de todo político en que lo mejor que puede hacer es callarse (Abraham Lincoln)
 OPINION
TRIBUNA LIBRE
España y libertad
LUIS HERRERO

Si de lo que se trata es de ver, oír y contar, habrá que decir que nunca se vio nada parecido. No hace falta guerrear con las cifras. Da igual cuál fuera el número exacto. Lo cierto es que nunca antes, en la Historia de España, se habían visto tantas banderas españolas enarboladas por tantos ciudadanos al mismo tiempo.

La manifestación del sábado 10 de marzo, en Madrid, proporcionó una asombrosa primicia -toda imagen inédita lo es- a la que los principales medios audiovisuales del país dieron la espalda con la escusa de su presunto origen partisano. Y si es verdad que en parte lo era, sólo en la medida en que respondía a la convocatoria de un único partido, también lo es que durante su desarrollo ese supuesto baldón brilló por su ausencia. Ninguna de las dos reivindicaciones de fondo que justificaron el acto, España y libertad, son patrimonio exclusivo de un hemisferio político.

Visto lo visto -yo estuve allí y lo vi con mis propios ojos-, nada hubiera impedido, salvo la marca caínita de la apariencia, que socialistas y comunistas se sumaran a la manifestación. Es un principio transideológico, ni de derechas ni de izquierdas, sólo decente, el que mueve a la acción de oponerse al pago de un precio político a una banda terrorista. La pantomima de la prisión atenuada al etarra De Juana Chaos lo es. Y porque lo es, lo parece. De ahí que todas las encuestas que se han conocido después reflejen con tan rara unanimidad un grado de irritación en la ciudadanía española que va mucho más allá de lo que corresponde a la estricta demarcación del electorado del PP.

Somos muchos los que creemos de buena fe que ETA no renunciará jamás a la idea de la autodeterminación. No hace falta ser de derechas para creerlo. El PSOE lo ha creído así durante mucho tiempo y no ha tenido ningún reparo en pregonarlo a los cuatro vientos. Es muy razonable el convencimiento de que la cesión al chantaje del sanguinario De Juana sólo es el primer pago de un impuesto que los terroristas sólo dejarán de poner al cobro cuando hayan conseguido, primero, la anexión de Navarra a su proyecto secesionista y, después, la independencia de esa nueva Euskadi. Muchos socialistas comparten esa convicción. Y algunos, aunque es verdad que son pocos, aún se atreven a manifestarla.

La cesión al chantaje etarra, además de ser un error indigno, es un acto estéril que no sacia la sed independentista del nacionalismo violento. Al contrario: la incrementa porque le permite adivinar, a través de la cristalina debilidad del Gobierno, que el logro de su objetivo final está más cerca que nunca. La felonía de Zapatero en el caso De Juana y la amenaza a la idea misma de España son las dos caras de la moneda de cambio con la que el Gobierno pretende comprar la paz previo pago de su importe a unos asesinos a sueldo. Por eso la manifestación del sábado se convirtió en un oleaje abrumador de banderas constitucionales. Por la misma razón por la que Rajoy convocó a quienes las portaban a la tarea de defender España. «Les convoco a defender la nación española» -dijo- «y a sumar esfuerzos para recuperar nuestra autoestima como un pueblo que ha sabido dar ejemplo al mundo».

La idea de que la paz, cualquier clase de paz, incluso aquélla que se regatea en el zoco de la indignidad, es un valor supremo que sobrepuja a otros valores es, sencillamente, una perversión de la democracia. La libertad está por encima y no admite medias tintas: o prevalece o desaparece. Por eso, satisfacer las demandas de quienes la ponen en riesgo es un acto de puro y simple liberticidio.

La izquierda se quejará, supongo, de la apropiación -que ellos juzgan indebida- que hace la derecha de los símbolos nacionales. Pero es absurdo creer que alguien puede apropiarse de lo que ya le es propio. Si la izquierda no utiliza esos símbolos, tan suyos como de todos los demás, es sencillamente porque no quiere. O porque no le gusta. O porque le incomoda. Es justamente ese vacío, el que provoca su renuncia a hacerlo, el que llenaron los abanderados ciudadanos de bien que el sábado salieron en aluvión a la calle.

También supongo que a la izquierda le hubiera gustado poder decir que detrás de esa apabullante exhibición de patriotismo cívico se escondía el alma oscura, tenebrosa y rancia de la extrema derecha. Pero no fue el caso. Será muy difícil encontrar en el comportamiento de otra muchedumbre equiparable a la del sábado tanta serenidad, pulquérrima sensatez y comedimiento. Ya había quedado claro que esa iba a ser la tónica dominante del acto durante las 60 concentraciones que se produjeron el viernes por la noche en otras tantas ciudades españolas para satisfacer la demanda de participación de todas aquellas personas que no iban a poder desplazarse a Madrid al día siguiente. A ver si así se dan cuenta de una vez los pregoneros del perfil bajo que hay que perderle el miedo a la espontaneidad (y, de paso, a ver si los coreógrafos se animan también a encontrar una banda sonora que amenice tanta compostura reivindicativa).

La derecha ha acreditado ya suficientemente que la educación cívica no es una asignatura que vaya a bajarle la media. Al revés. Ahora es la izquierda la que tiene que demostrar que sabe estar a la misma altura. Hubo centenares de miles de personas que tuvieron que esperar pacientemente, encapsulados en medio del gentío, a que Rajoy pronunciara el discurso final. Aguantaron sin un mal gesto. Y, por si fuera poco, encima le aplaudieron a rabiar a pesar de que el líder del PP, el artífice de la convocatoria, renunciara a colmar sus expectativas y prefiriera dirigirse a «los otros», a quienes no habían ido a escucharle, a los que, en el mejor de los casos, se iban a enterar de sus intenciones a través de los telediarios.

Rajoy demostró el sábado que no hay cordón sanitario capaz de aislar a un líder político que de verdad se empeñe en conectar con las inquietudes sociales y esté dispuesto a salir a su encuentro en medio de la calle. La sal que le niegan al PP los socialistas en el Parlamento, en comandita con todos los demás, mirando hacia el techo cada vez que presenta alguna iniciativa relacionada con la lucha antiterrorista, no es propiedad de ningún político. Es del conjunto de la sociedad. De cada uno de los ciudadanos. Por eso sería una afrenta a todos ellos, no sólo a Rajoy o a los líderes de su partido, que el Gobierno no se parara a pensar en lo que sucedió el sábado en Madrid y cuál es su profundo significado.

Lo que sucedió, entre otras cosas, es que hubo mucha más gente manifestándose en la calle de la que suman los electores de Batasuna, PNV y EA juntos. ¿A quién debe atender preferentemente el Gobierno? La lógica democrática decanta la respuesta por su propio peso. Si el Gobierno se desentiende del compromiso ético de priorizar sus acciones de acuerdo a lo que establece la demanda social, perderá el derecho a reclamar el beneficio de la legitimidad de sus actos. Rajoy, por el contrario, ya ha acreditado que la tiene para seguir en la misma línea que marcó en su día la hoja de ruta del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. El PP sigue siendo fiel a la literalidad del acuerdo. La mayoría de los ciudadanos, también. Zapatero aún no ha explicado qué circunstancias le hicieron mudar de criterio.

La multitudinaria respuesta de los ciudadanos a la manifestación del sábado supone también la demostración palmaria de que el liderazgo del PP no está en almomeda, por mucho que los socialistas empeñen la salud de sus pulmones en vocear lo contrario. Si el PP ha demostrado tener una estructura organizativa poderosísima, capaz de montar en cinco días la mayor concentración ciudadana jamás conocida en nuestro país, Rajoy ha hecho el portentoso alarde de exhibirse ante España entera como el jefe indiscutido de esa maquinaria. Tal despliegue, a dos meses de unas elecciones autonómicas y municipales, no es precisamente un síntoma de debilidad. Rajoy acude a la recta de tribunas de la contienda electoral con las espaldas bien cubiertas. Y su partido, con el ánimo que le aporta su prodigiosa capacidad de aguante. Pese a la derrota del 2004, su aliento siempre ha calentado la nuca del PSOE, incapaz de abrir brecha a pesar de las alas que da el Gobierno.

El sábado, en Madrid, el Partido Popular formalizó su candidatura a conseguir un logro sin precedentes: recuperar el poder después de una sola legislatura en la oposición. Y lo hizo, además, en medio de un bellísimo acto de civismo democrático. El sol de Madrid, después de todo, elige al atardecer las cosas que quiere antes de iluminarlas. Por eso fue tan hermoso.

Luis Herrero es periodista y diputado por el PP en el Parlamento Europeo.

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