Lunes, 12 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6294.
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 OPINION
Obituario / B. FREYTAG VON LORINGHOVEN
Ultimo superviviente del búnker de Hitler
Como oficial del Ejército, una misión le llevó a ser uno de los pocos testigos del final del dictador nazi
EDUARDO SUAREZ

Hay vidas en las que nunca se posan los focos de la Historia. En la de Bernd Freytag von Loringhoven, apenas se centraron durante siete días: los siete que durmió entre los muros del búnker de Hitler. Antes, desde su puesto de ayudante de varios generales, aquel joven oficial que nunca cumulgó con la ideología nazi había podido presenciar durante meses el ocaso del régimen, cuya crueldad se evaporaba por momentos en el clima opresivo de aquel refugio.

Muchos años después, convertido por los años en un lúcido anciano, Freytag reflejó su experiencia en un libro de memorias (En el búnker con Hitler, Crítica, 2005). Por entonces ya era el único superviviente de aquella corte de fantasmas en la que se acabó convirtiendo el entorno del führer. Falleció recientemente en la ciudad alemana de Múnich. Acababa de cumplir 93 años.

Hijo de una familia de aristócratas venida a menos, Bernd Freytag von Loringhoven había nacido en Arensburg poco antes del inicio de la Gran Guerra. Le hubiera gustado estudiar Historia, pero las circunstancias le llevaron al Derecho y más tarde al Ejército, donde se creía a salvo de la larga mano del Partido Nazi. «Creímos que el juego de Hitler consistía en presionar a los aliados», escribió en su libro, «pero que no llegaría a provocar la guerra».

Se equivocaba. El inicio de la guerra fue el pistoletazo de salida de una carrera militar brillante. Las botas del joven Freytag pisaron el barro de todos los frentes. De Polonia a la campaña relámpago de Francia, las batallas le llevaron en volandas a un puesto codiciado: el de ayudante del general Guderian, jefe del Ejército de Tierra, a punto de iniciar la operación Barbarroja contra la Unión Soviética.

Temeroso de los resultados de aquella campaña, se resignó sin embargo a combatir en ella y vivió como miles de soldados el infierno de Stalingrado hasta que un superior le ordenó que dejara la ciudad rumbo a una misión nueva. Aquella decisión le salvó la vida.

De vuelta del frente ruso y pese a sus vínculos con algunos de los conspiradores, el atentado del 20 de julio de 1944 marcó el inicio de su relación con Hitler, con quien su jefe empezó a despachar a diario. Su primera impresión fue desoladora: «Aquél ya no era el führer sino un hombre de 55 años con aspecto de anciano, encorvado, jorobado, con la cabeza hundida entre los hombros, el rostro muy pálido, los ojos apagados y la piel grisácea. El héroe celebrado por la propaganda del régimen era una ruina».

De aquellos días, Freytag pinta el retrato de un führer paranoico, más ocupado en olfatear la traición a su alrededor que en detener el avance soviético en un frente oriental, en palabras del general Guderian «más agujereado que el calcetín de un soldado de infantería».

El joven Bernd acudía cada mañana al búnker y participaba en interminables reuniones con los generales. Allí descubrió el interés enfermizo de Hitler por los detalles, sus arranques de cólera, su magnetismo. Ante sus ojos pasaban como sombras siniestras los personajes que habían gobernado la Alemania nazi, del carnicero Himmler al arrastrado Keitel pasando por el ridículo Göring, «maquillado, perfumado y con los dedos cubiertos de sortijas».

Sustituido Guderian por el general Krebs, Freytag permaneció en su puesto. La explicación de su nuevo jefe da idea del clima dominante: «No voy a buscar a otra persona, dentro de cuatro semanas la guerra habrá terminado».

La noche del 22 de abril fue la primera que pasó en el búnker. Su misión era descifrar las noticias que llegaban del frente y seguir asistiendo a las reuniones del führer: «Se perdía en conjeturas, desplazaba ejércitos y divisiones que no existían y daba unas órdenes inaplicables».

Para aquel entonces, la muerte se había convertido en el único tema de conversación del búnker. Algunos divagaban sobre el mejor método de suicidio. Otros, como el intrigante Bormann o el propio general Krebs, ahogaban diariamente su ansiedad en alcohol. «En medio de ese caos desesperado», cuenta Freytag, «Hitler deambulaba con paso cansino, blanco como el papel, con el brazo tembloroso, enfermo y decrépito. Apático o histértico, salía de sus aposentos privados para hablar con unos y con otros, deslizándose por los pasillos en busca del menor signo del destino».

El 29 de abril de 1945, unas horas después de que el führer se casara con Eva Braun y encajara las sucesivas traiciones de Göring, Himmler y Fegelein, entró para despedirse en su despacho Bernd Freytag von Loringhoven. Rotas las comunicaciones por radio, su misión había terminado. Aún le esperaba una peligrosa huida en canoa y casi tres años en prisiones aliadas donde los americanos le hacían limpiar pocilgas y cortar leña.

Liberado en 1948, huyó con su esposa y su hijo a un pueblecito del suroeste alemán sin más pertenencias que una manta y un uniforme de prisionero. Con los años, se casó otras dos veces y se reintegró en el Ejército alemán, donde se retiró como general antes de dejar escritos sus recuerdos de aquellos siete días en los que estuvo en el centro del escenario de la Historia.

Bernd Freytag von Loringhoven, militar alemán, nació el 6 de febrero de 1914 en Arensburg (hoy Estonia) y falleció el 27 de febrero de 2007 en Múnich.

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