¿Cuándo lloraste por última vez? Probablemente, mientras veías una película en el cine, o con alguna noticia (tan cruda como cercana) que salió por televisión. La pantalla se abre como una ventana hacia las emociones, pero su marco encuadra el sistema para evocarlas y limita su codificiación.
«Cuanto más explícito es un medio, más perezosa se vuelve la imaginación, y más destructivo resulta ese medio para involucrarse en la realidad», apunta Guillem Sala (Barcelona, 1974) en Imagina un carrer (Empúries). Pero, aunque parte de una tesis sociológica -propia de la profesión de su autor-, la novela ganadora del último premio Documenta es en realidad un cuento.
Es el cuento de una calle que siempre hace bajada, que tiene una acera lluviosa y otra árida. Es el cuento de las gentes que viven en esa calle: de la vieja chismosa, y de los niños que se cuelan en una grieta, y de la panadera déspota, y del negro Vladimir, a quien aceptaron porque necesitaban un rey Baltasar para la cabalgata. Es el cuento de un local en venta, y del proyecto de los hermanos Hidalgo para construir allí un cinemind que cambiará la vida de los vecinos de la calle.
Y es el cuento de Uli, un chico al que los rizos le caen sobre la frente y que pasará tantas horas en la sala donde se proyectan sus pensamientos que, fuera de ella, éstos le resultarán prosaicos.Porque el cinemind es un teatro de emociones; pero de las emociones que tiene uno mismo. Concentradas en la pantalla mental, parecen mucho más intensas.
De las intenciones previas que tenía antes de escribir el libro, y de las interpretaciones posteriores a su publicación, Sala extrae que su propósito es reivindicar la imaginación. «Los mecanismos de pensamiento son muy visuales», explicó ayer durante la presentación de la novela, «sin embargo, esas imágenes están muy mercantilizadas».
El beso, el abuelo, el acantilado, el bebé, evocan a la vez que limitan una determinada emoción. Además la multiplican, por el hecho de estar en un medio que creemos dominar. «La escuela de las emociones es más mediática que social», dijo el autor.
Cuando Uli sale a la calle, tras sobredosificarse de pensamientos propios y ajenos, ha perdido la capacidad para oír los chirridos de la puerta del Bar Tolo, que solía quejarse del reuma. La mesa empática ya no le transmite nada; tampoco lo hace el ventilador que algún día se llevará al bar volando porque en realidad es una hélice. Uli no siente nada: ha perdido el sistema que le permite interpretar lo que siente.
Así, Imagina un carrer se convierte en la metáfora de una sociedad paradójica: aquélla que, pese a tener todos los medios de comunicación al alcance, se sumerge en la incomunicación individualista. Sala no critica -sólo advierte- del peligro potencial del uso y el abuso de cualquiera de estos medios. Que han acabado regulando nuestra manera de sentir. «Incluso cuando amamos, imitamos a nuestros referentes cinematográficos», concluyó.
Para su primera novela, Sala quiso todo lo contrario: hallar un punto de encuentro entre el emisor, el receptor y el mensaje.De ahí el título, Imagina un carrer, cuyo verbo se refiere a tres sujetos: el autor que imagina, el lector a quien reclama, y la propia calle, principal protagonista del libro y a la que «iluminan el resto de personajes», según sus propias palabras.
Como en los buenos cuentos, la metáfora corretea por sus adoquines sin nombre propio ni identidad concreta. Simplemente, se convierte al final en una emoción. A través de un medio -la imaginación- a la que no estamos acostumbrados.