Martes, 13 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6295.
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«La peor cobardía es saber qué es lo justo y no hacerlo» (Yves Montand)
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AQUI / NO HAY PLAYA
Un cielo en un infierno cabe
David Torres

Si alguien se esperaba una confesión, un gesto de coraje, un golpe en el pecho, de esa pandilla de asesinos que se sienta en el banquillo por el juicio del 11-M, va listo. Cuando Hannah Arendt asistió al juicio de Eichmann en Jerusalén, certificó que el mal absoluto huele siempre a estupidez, a aburrimiento, a banalidad pura y dura. A aquel viejecillo responsable del genocidio de millones de vidas no le adornaban ni corona diabólica ni alas de vampiro: sólo el tufo del asco y la mezquindad, como a todos esos traficantes, mataperros y chivatos que un día se pusieron a jugar con dinamita. Ojos desviados, miradas clavadas al suelo y sonrisitas de «pío pío que yo no he sido»: eso es todo lo que el mal da de sí. Ya lo sabíamos. Hay quien piensa que los asesinos resplandecen con el aura de Lecter, pero en la triste realidad siempre resultan unos cobardes, unos mierdas, unas ratas. Al final Pinochet usaba dodotis y Pol Pot sacó a la luz el cagao que llevaba dentro. Basta mirar a un etarra a la cara para ver no los prados libres y verdes de Euskadi, sino el escaparate de una tienda de ortopedia.

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Se han cumplido tres años de la mayor masacre terrorista de la Historia de España y aún no está nada claro. Lo único que sabemos en medio de este culebrón de confidentes, explosivos y correveidiles subnormales es que con una policía como la nuestra, los criminales sobran. En nuestra sociedad el mal y el bien han intercambiado sus papeles y así un criminal asqueroso se viste con la túnica de Gandhi, o la Guardia Civil mira para otro lado mientras la droga y la dinamita se pasean bajo sus narices. Quizá por eso, el alcohol y el tabaco, antaño símbolos de elegancia y placer, ahora son heraldos satánicos.

Aquel verso célebre de Lope de Vega sigue vigente: yo, al menos, sigo creyendo que un cielo en un infierno cabe. Por mucho que ladren los puritanos, sigo hallando un placer inmenso en fumar y beber al unísono: por ejemplo, un Ramón Allones escoltado de un Glenrothes cosecha del 87. Es un whisky tan bueno que sabe a naranjas frescas y uvas pisadas, a vino viejo y besos de novias perdidas, y además viene embotellado en una especie de envase farmacéutico ideal para hacer cócteles molotov. Pero el humo infernal del puro es lo más que yo podría acercarme a un explosivo: lo demás es el paraíso de los sentidos, el humilde cielo de la carne, el único cielo que cabe en este aburrido infierno de banalidad absoluta. Unos cuantos asesinos quisieron hacer verdad ese refrán tonto De Madrid al cielo, y un mal día llevaron unos trenes llenos de gente hasta las nubes. Después de todo, entre un asceta y un asesino hay poca diferencia: uno se hace daño a sí mismo y el otro a los demás. El cielo está mucho más cerca de lo que creemos: como dice mi amigo, el poeta García Prados, empieza un centímetro por encima del suelo.

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