CARLOS BOYERO
Me cuenta el escandalizado dueño de un bar que clientes habituales y taciturnos, bebedores tranquilos y cordiales, centrados ancestralmente en la observación de las musarañas, están montándose broncas descomunales en nombre de las dos Españas. En los restaurantes que frecuento inmemorialmente, y temiendo que algún vecino de mesa me confunda con Satanás, consigo que el medroso tono de la voz sea prácticamente inaudible en las conversaciones sobre el estado de las cosas con maîtres y camareros. Con Franco me ocurría lo mismo y, al parecer, esa sombría y obligada tradición tampoco pudo acabarse en el País Vasco al palmarla el dictador. Todo cristo se mira de reojo en la calle tratando de identificar a los buenos y a los malos, a los suyos y a los otros. Pueden volar los gritos o las hostias en cualquier momento.
En la tele, el abusivo guión permanece invariable multiplicando cansinos debates en los que políticos y periodistas, profesiones fraternales y progresivamente indistinguibles, machacan la paciencia del receptor con las incendiarias consignas que dictan sus partidos. Y da un poco de miedo. Y da un poco de asco.
Veo en el telediario la surrealista imagen de un descorbatado Bush cargando lechugas en Guatemala y te preguntas por qué le quieren tan mal sus astutos asesores de imagen. También veo a Rubalcaba avisando al PP de que se ha callado muchas cosas supuestamente siniestras sobre ellos porque no le conviene a la democracia. Y te planteas cuántos trapicheos, ignominias, pactos, corrupciones y chantajes se mantienen en la conveniente oscuridad con el hipócrita o pragmático pretexto de salvaguardar la democracia, el supuesto gobierno de todos.
Zaplana, El Honesto, replica que los socialistas no creen en el Estado de Derecho ni en la democracia. Y dale con la sobada democracia, ese concepto que provocaba lógica urticaria en los indisfrazables orígenes de su popular y progresista partido. Concluye Cicerón: «Ustedes, o montan el GAL, o se ponen a negociar con los terroristas».
Y me pregunto por qué tiene tan mala prensa el GAL entre los nietos vocacionales del Generalísimo. Yo lo detesto ante todo, no por cuestiones de moral ni por los sagrados principios del Estado de Derecho, sino por ineficaz, por chapuzas, por trincón, por gánster, por cutre, por su ausencia de profesionalidad, por equivocarse y cebarse con algún inocente. Qué horror el terrorismo, incluido el del Estado. Me resulta imposible derramar una lágrima por la muerte de uno del gremio, ilegitimado o legitimado. Nunca ha existido vocación kamikaze en ETA. El sentido de la supervivencia del killer más calculador, reincidente, implacable y frío era experto cuando las cosas se ponían chungas en levantar los brazos y rendirse, algo que ellos jamás ofrecían a sus víctimas.
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