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Una buena conciencia no teme a ningún testigo (Séneca) |
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DECADENCIAS |
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Gómez Arcos, el retorno del heterodoxo |
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LUIS ANTONIO DE VILLENA
Agustín Gómez Arcos (1933-1998) fue un hombre duro y amable. Es uno de nuestros infinitos heterodoxos, sobre quien la virulenta Historia de España pesó demasiado. Y así, siendo español hasta los tuétanos -como Juan Goytisolo, con quien no se llevó bien- deseó huir de la madrastra España, ahíta de censuras y sotanas, y huyó tanto que mudó de lengua.
Nació Agustín en Enix, un pueblito pobre de una Almería pobre, en generales tiempos de pobreza. Vino a Madrid a intentar ser actor y dramaturgo, y se dio de hoz y coz con la censura franquista. Ganó premios, pero no se estrenaron aquellas obras premiadas (Los gatos se representó en 1996, cuando el tiempo había aviejado su honda realidad esperpéntica) y juzgando que ya no podía resistir el clericalismo y la estrechez de aquella España, en 1966, Gómez Arcos se marchó a París, se autoexilió, y decidió escribir en francés. Como Blanco White hizo en inglés.
La carrera de Gómez Arcos como novelista francés, a partir de 1975, con L'agneau carnivore (El cordero carnívoro) estuvo llena de éxito. Pero a partir de 1990, Agustín empezó a pasar largas temporadas en Madrid, en un apartamento frente a Chueca -es la época en que lo traté con frecuencia- y yo hubiera dicho que aquel Gómez Arcos intentaba contradictoriamente -siempre muy crítico con el poder, confeso homosexual y ferozmente libre, ésa era la razón de su vida- acercarse de nuevo a una patria que jamás abandonó. El drama de España y la defensa de la libertad de todas las marginaciones son el fondo de sus novelas, hasta L'ange de chair, de 1996; pero según algunos, esa visceralidad que le acercaba, a su modo, a Valle y a Solana hizo que sus libros tuvieran más éxito en el exterior que en España, pues aunque no sólo tratan de nuestro país el fondo fatal de la España negra los nutre con trágico desorden.
Él mismo tradujo o recreó dos de sus novelas al español (Un pájaro quemado vivo y L'aveuglon, a la que no tituló El cegato sino Marruecos, el apodo de un muchacho de Marrakech que recoge basura). En 1998, estando en su piso de París y enfadado con su editor francés -hay dos novelas suyas, en francés, inéditas- la muerte se lo llevó casi de repente, sin tiempo de arreglar nada. Ni su faceta francesa ni su más que presumible retorno a lo español. Quedó en eterno heterodoxo, en tierra de nadie, y no reclamado por ninguno.
Hoy una pequeña editorial, Cabaret Voltaire, acaba de traducir una novela suya de 1983 inédita en español, El niño pan. Una de las más radicales en la denuncia de las infancias crueles, como debió ser la suya. Me ha alegrado reencontrarme con este hombre exigente, que conmigo fue siempre generoso. Los españoles le debemos bastante pero su historia entristece, no sólo por su mala suerte final, sino por lo que dice de nosotros mismos, de nuestro espantoso cainismo y porque nos retrata como un país intolerante y sanguinario. Agustín, cómo siento decirte que hiciste muy bien dándote el piro. Éste es un país híspido, casi salvaje.
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