Miércoles, 14 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6296.
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 CULTURA
LA ULTIMA MIRADA DE YVES BONNEFOY / «El mío es un diálogo interior con el pintor», afirma / «Él no confía en la ilusión divina, nos descubre que ha experimentado un misterio interior que en nada se parece a la simple realidad»
«Goya pintaba desde el abismo»
El escritor publica un ensayo sobre el artista, «que alcanzó un estado de plenitud creadora y extraña lucidez con la enfermedad»
RUBEN AMON. Corresponsal

PARIS.- Yves Bonnefoy (Tours, 1923) se ha acercado al coloso de Goya desde la intuición poética. Una aproximación desprovista de pretensiones académicas y de intenciones filológicas que el lúcido poeta francés ubica a propósito entre las paredes expresionistas de la Quinta del Sordo.

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Era el exilio interior del pintor aragonés. También la clave de lectura de un problema dialéctico que Yves Bonnefoy explica con clarividencia: «La pintura de Goya aloja, por una parte, su confianza en la condición sobrehumana del hombre. Y, por otra, sitúa la misma condición humana en el sentimiento del no ser, del nihilismo, del vacío, del sinsentido».

El contraste y el conflicto entre ambos enfoques alentaron el instinto artístico de Goya. Mucho más cuando el viaje a la oscuridad de las pinturas negras provenía de un deterioro personal -la sordera, el asilamiento, la soledad- al que Yves Bonnefoy atribuye una poderosa naturaleza inspiradora. «La enfermedad condujo a Goya a un estado de plenitud creativa y de extraña lucidez. Tanto por el efecto que el aislamiento tuvo en su personalidad como porque quiso sobreponerse a las enfermedades en casa de un amigo cuya excelente colección personal reunía las obras más inquietantes de Blake, Füssli o Piranesi. Goya pintaba desde el borde del abismo. Y percibía que lo único real es que todo es ilusorio. Todo es ilusorio menos el dolor», puntualiza Ives Bonnefoy sin apiadarse.

El poeta francés tiene el aspecto noble de un patricio. Habla con amenidad, mesura el discurso con las manos, enfatiza las palabras con la mirada. Ha cumplido los 83 años, pero ni la edad ni los achaques parecen deteriorar su compromiso poético y su vocación de ensayista. De hecho, la obra de Goya y las pinturas negras (Editorial William Blake), pendiente de los trámites para una traducción obligada en España, aparece en los escaparates después de haber publicado El imaginario metafísico (2006) y de haber comparado al propio pintor con los temblores de Baudelaire.

Fue un ejercicio vinculante escrito en 2004 y prolongado ahora desde las mismas convicciones: «El mío es un diálogo interior con Goya. Un diálogo poético en la medida en que la poesía, más allá de su expresión en los signos, presenta las propiedades de una percepción de la espiritualidad. El arte es materia, pero también es presencia. Y el vínculo poético me ha permitido reconocer en Goya los temblores de lo metafísico», explica Yves Bonnefoy redundando en la aliteración formal y trascendental de sus propias palabras.

Temblores metafísicos. He aquí donde el ensayo del maestro francés adquiere la expresión más grave y honda. Francisco de Goya y Lucientes había percibido, a su juicio, una cierta conciencia trascendental, aunque Bonnefoy ahuyenta de inmediato las expectativas de los crédulos y los beatos. «Goya no confía en la ilusión divina ni en otras maneras de inmortalidad que podríamos considerar convencionales», explica el médium desde una posición solidaria. «Nos descubre que ha experimentado un misterio interior que en nada se parece a la simple realidad. Pero también es consciente de las dimensiones del vértigo. Son impresiones que provienen de una fuerte intuición y que él expresa con mayor sobrecogimiento en los murales de las pinturas negras».

Las concibió para sí mismo como caja de resonancia de su mundo interior. Goya era consciente de haber llegado más lejos que sus congéneres. No sólo en virtud de sus méritos técnicos y en razón de sus hallazgos vanguardistas. Más bien por la convicción de encontrarse artística y espiritualmente al otro lado de la montaña, con otros amaneceres y con otros crepúsculos que sus vecinos de Burdeos no podían imaginarse.

«Aquí se produce, por tanto, otra expresión dialéctica», advierte Bonnefoy. El orgullo personal de Goya cohabita con su conciencia de la compasión. Goya ha descubierto con dolor que es un artista. Subyace una ambición, una consagración total a su obra. Y, al mismo tiempo, manifiesta una conciencia del prójimo, la certeza de que debemos ser compasivos sin pretender recibir nada a cambio de esa sincera compasión».

La proyección iconográfica de este conflicto puede reconocerse en la furia del toro y en la bondad del asno. Dos animales que Goya rescata de la dehesa y de la granja para convertirlos en la expresión del quejido y para reciclarlos como argumento de los disparates y de los caprichos.

Bien conoce Bonnefoy la forja filosófica española de la vida es sueño y la asociación alucinatoria de los grabados goyescos, pero también nos rescata de los espejismos en que podemos incurrir por razones de ceguera y de distorsión académica. Nos dice, en fin, que el verdadero nihilismo de Francisco de Goya no se encuentra precisamente en los aquelarres ni en los garrotazos.

Aparece en los cartones para tapices que decoraban y empapelaban las estancias reales. Peleles, manolas y cortesanos acompasan la danza del sinsentido y de la sinrazón. Goya tocaba la música desde el sarcasmo y el pesimismo, de modo que estas pinturas de aparente luminosidad tienen que leerse entre líneas. Debajo se aloja la oscuridad. Igual que la luz, aunque sea tenue, también se encuentra profundizando y profundizando en el alma de las pinturas negras.

No es una mera paradoja. Es el trasfondo dialéctico de una personalidad que Yves Bonnefoy relaciona corporativamente con el claroscuro de Arthur Rimbaud. Dice que ambos creadores se reconocen en la proclamación y en la denuncia. Y que los dos igualmente no sólo fueron colosales en la manera de hacer su arte, sino en el modo de alejarse de él. «Un cuadro de Goya y un poema de Rimbaud no son solamente expresiones artísticas. Son un acto de verdad», concluye Yves Bonnefoy desde el púlpito pagano.


Sobre Giacometti, Rimbaud y los ideales

Yves Bonnefoy es, quizá, el poeta vivo más importante de Francia. No le interesan en absoluto las clasificaciones ni las listas de ventas, pero la coherencia de su obra y su versatilidad intelectual le sitúan como una referencia del pensamiento occidental que ha tendido vocacionalmente y regularmente al mundo de las artes plásticas. Lo demostró recientemente en la sede del Instituto Cervantes de París, donde intervino en un encuentro de poesía francesa y gala.

Su primer ensayo (1954) trataba de los murales del gótico francés, aunque también ha escrito monografías de referencia sobre la obra de artistas contemporáneos. Incluidos Giacometti y Alechinsky, a quienes Bonnefoy conoció y trató dentro de una equidistancia estética.

No le gustan los idealistas ni la caverna de Platón. Tampoco comparte el fenómeno creativo desde el ángulo de la abstracción. Cree, más bien, en el latido espiritual de la palabra, aunque en su equipaje patrimonial destacan con mayúsculas sus aventuras al abrigo de los grandes surrealistas y permanece como referencia indestronable la 'santísima trinidad' de Baudelaire, Rimbaud y Gérard de Nerval. Bonnefoy atribuye a los tres la revolución poética de la modernidad.

Un homenaje que se relaciona, modestia aparte, con sus contribuciones literarias, tanto en el plano teórico como en el ejercicio mismo de la poesía. Empezando por la revelación de 'Douve' (1953), germen de una visión filosófica donde la noción del ser está mucho más cerca de la presencia que de la permanencia. Fue su primera gran obra poética. La última, ('Les planches courbes'), de 2001, le convierte en el sepulturero de los ideales. Sin miedo ni vértigo, haciendo prevalecer la sensación sobre la palabra.

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