La tarde del 11 de marzo de 2004, cuando comenzaron a identificarse los primeros cadáveres en la morgue en que se convirtió el pabellón 8 de Ifema, los nombres de los fallecidos se fueron acumulando en una lista que iba pasando de unas manos a otras sin que nadie quisiera encargarse. Los familiares esperaban con el corazón en vilo unos metros más allá, así que Javier Quiroga prefirió no pensárselo demasiado. Tragó saliva, se hizo con un megáfono y, con la voz más neutra e impasible que pudo articular, se puso a recitar esa letanía macabra.
Ni su estancia en la zona cero del tsunami asiático, ni los terremotos de Java o Pakistán, ni la peor de las desgracias vividas a lo largo de su experiencia de 30 años en emergencias han dejado en el responsable de Comunicaciones del Samur un recuerdo tan sobrecogedor como aquellas 17 horas que pasó ejerciendo de «heraldo de la muerte», como le apodaron a partir de entonces. Adelgazó tres kilos en una sola noche.
«¡Qué paradójico!», se lamenta en su despacho tres años después, «nuestro trabajo es dar la vida a las personas, no ir anunciando su muerte como hicimos ese día».
Quiroga, uno de los coordinadores de los servicios de emergencia durante los atentados, aún recuerda, casi minuto a minuto, cómo él y otros dos compañeros fueron capaces de realizar el trabajo más difícil del mundo: «No podíamos ir de grupo en grupo preguntando, así que la solución del megáfono, a pesar de ser atípica, resultó la más eficaz para ahorrarles a los familiares tiempo de sufrimiento. Lo peor fue el papel que representamos. Muchos se acercaban a nosotros: '¿Está mi padre en esa lista?', con la necesidad de saber cuanto antes para iniciar su duelo pero, a la vez, con la esperanza oculta de que todo fuera un error. Otros se apartaban a nuestro paso, preferían no saber».
«Llamamos a 183 familias. Todavía me acuerdo de casi todos los nombres. Los habíamos leído una y otra vez, repasado y cotejado para no cometer errores. Yo pensaba: '¡Vaya recuerdo que va a tener esta gente de mí toda su vida!'».
Cuenta Quiroga, de 47 años, que el dolor de las 2.000 personas congregadas junto a la sala de las autopsias era tan grande que se materializó en forma de una insólita neblina; que pudo ver a voluntarios que llegaban a Ifema y se daban la vuelta, espantados; que había gente a su alrededor que susurraba: «Lo dejo, no puedo más», y lo repetía después una y otra vez, mecánicamente; que compartió decenas de cigarrillos; que hubo muchas visitas a la máquina de café, demasiadas.
Quiroga no lloró, no se quebró, no se tomó un solo tranquilizante. Pero fue abrir la puerta de su casa el 12-M por la mañana, encontrarse con sus dos hijas y derrumbarse. «Me emocioné mucho al verlas. Estaban muy impactadas y preocupadas. Lloraban y yo les abrazaba y les decía: 'Está bien, está bien'... ¡Qué pena, joé!».
Durmió todo el día. Cuando se despertó, le pasó una cosa extraña: «Me encontraba realmente mal, como nunca en mi vida, y no sabía por qué. Yo soy una persona muy endurecida. Al final caí: 'Ya sé lo que ocurre, es que no he podido abrazar a los familiares'. No pudimos ni tocarlos, ni consolarlos. Todo ese dolor se me fue quedando por dentro». En cuanto les pudo expresar su apoyo, a través de los medios de comunicación, volvió a sentirse mejor.
Y entonces llegó esa señora que le abordó por la calle. Era la víspera de las elecciones y él se dirigía, con su chaleco amarillo fluorescente, a hacer su turno de guardia:
- Joven, perdone, ¿le puedo dar un beso?
- Sí, señora, se lo pido por favor...
No se dijeron más. No se conocían de nada. Cada uno siguió su camino; Quiroga, con una sonrisa enorme que le ha durado hasta hoy.
Al hablar del juicio, sin embargo, se le cambia un poco la cara. «¿Rabia? Pues sí. Todavía no me entra en la cabeza que se haya podido hacer esto de forma deliberada. Esa gente ha cometido un terror brutal e indiscriminado, que ha matado a trabajadores, estudiantes, inmigrantes, gente humilde...».
Pero Quiroga celebra que «se haya conseguido sentar en el banquillo a los autores de una forma tan extraordinariamente rápida». «No es que esto vaya a resucitar a las familias, pero algo de alivio tiene que proporcionarles. Me hace pensar que este país funciona».
Una única cosa que objetar: «Mi opinión, a título individual, es que es horrorosa la división que se ha producido en este país por los atentados. Tiene que haber más unidad entre todos: entre los políticos y entre los ciudadanos. No entiendo que las víctimas estén separadas en distintos grupos. Se trata de una cuestión de Estado».