David Gistau
Al principio del juicio, los 191 muertos y el millar de heridos de los trenes parecían una tragedia diluida en la estadística. Postergado el drama a los testimonios, había ocasión hasta de aburrirse entre el tortuoso discurrir de las rutinas legales. Ayer habló gente que estuvo en los vagones, que sufrió y aún sufre el horror. Sus palabras de indultados por el azar estremecieron a la sala y volvieron aún más intolerables las sonrisas de desdén con las que dentro de la jaula se responde al dolor. Tres de los testigos protegidos tenían el acento característico del este de Europa: retratan a la clase trabajadora, nutrida en parte de la inmigración, con la que se ensañó el terrorismo para propagar el pánico.
B78 es una mujer de rostro afilado que llevaba tres años buscando un rostro incrustado en sus peores recuerdos. El de un hombre demasiado abrigado que dejó una bolsa debajo de un asiento del tren de Téllez. A su amiga Dinka, B78 le dijo que tal vez no hubiera olvidado la comida, que eso podía ser una bomba. Dinka apenas tuvo tiempo de espantarle el temor. Estalló una bomba en el vagón de al lado. Y explotó la bolsa del hombre demasiado abrigado, cuando las dos amigas ya huían. Ahora, Dinka está muerta. Y B78 ha encontrado el rostro que la atormentaba en un libro sobre el 11-M que compró en un quiosco. Es el de Daoud Ouhnane, un huido. Y no el de Basel Ghalyoun, cuya identificación «con dudas» había sido el argumento de la Fiscalía para relacionarlo con la autoría material.
En el habitáculo, Basel, aliviado, apretó un par de manos que le tendieron para felicitarle y luego insultó a los periodistas mientras tecleaba una máquina de escribir imaginaria: Eat your words, podría haber dicho, como Cassius Clay cuando derrotó a Sonny Liston contra pronóstico.
La ira de Olga Sánchez cuando abroncó al secretario por un error revela que fue una mala tarde para la Fiscalía, a la que también se le escurrió Bouchar como presunto autor material. Con una imponente voz radiofónica, la testigo que le situó en el andén de Entrevías trazó una descripción minuciosa: la nariz grande pero no aguileña, los labios carnosos, la contextura fornida, el chaquetón gris. Sólo que esta vez asoció el retrato con la fotografía de Jamal Zougam. Éste, a pesar de las confusiones de arriba o abajo del tren de El Pozo en las que se extravió el testigo de la mañana, fue el único supuesto autor material reconocido sin dudas, al «100%», por dos mujeres que repararon en él porque se abrió camino en el vagón a empujones mientras cargaba con una mochila: «A mí -dijo C65- me golpeó en un hombro y no pidió perdón. Por eso me fijé en su cara». C65, herida por la explosión en Santa Eugenia, habló con fortaleza y convicción hasta que la ahogó el abogado defensor de Zougam con un interrogatorio agresivo en el que llegó a insinuar que declaraba a cambio de la nacionalidad o el permiso de residencia: «Eso me lo dieron por ser víctima, no por ser testigo», dijo C65 antes de desmoronarse y romper a llorar. Para entonces, dos letrados de la defensa ya habían abandonado la sala para afear el acoso de Abascal a la testigo, que incluso a Gómez Bermúdez le pareció que no respetaba los requisitos mínimos de educación.
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