PEDRO G. CUARTANGO
La crispación -que, según el diccionario, es una contracción de los músculos- se ha convertido en objeto de singular reflexión entre nuestros políticos e intelectuales. La mayoría se pregunta cómo hemos podido llegar a este indeseable extremo de «crispación» entre el PSOE y el PP y, luego, recomienda franciscanamente una reconciliación entre ambos partidos para bien de la sociedad española.
La realidad es que la crispación ha existido siempre en la historia de España de los dos últimos siglos por no remontarnos más atrás. La hay ahora, la hubo en los momentos trágicos del 11-M y días posteriores, la hubo en los dos o tres años finales del felipismo cuando salió a la luz la corrupción y el crimen de Estado, la hubo en la implacable oposición del PSOE a Adolfo Suárez, al que Guerra llamó «tahur del Misissipí», la hubo durante la Transición cuando el Gobierno decidió legalizar al PC entre rumores de sables.
No hubo crispación en el franquismo, donde reinó la paz de los cementerios, pero sí la hubo desde el primer día en los cinco años que duró la II República. Y hubo crispación -y mucha- durante la etapa de Alfonso XIII que va desde la huelga general de 1917 al final convulso de la dictadura de Primo de Rivera.
Hace unas semanas, leía una novela de Pío Baroja en la que narraba las andanzas de Avinareta como regidor de Aranda de Duero durante el trienio liberal de Fernando VII. Aquel enfrentamiento cainita entre liberales y absolutistas convierte en pálido remedo lo que está sucediendo ahora. Y no hablemos de las guerras carlistas.
La crispación no es una excepción sino una constante de nuestra vida política. La cuestión no es, por tanto, alarmarse de su existencia -ya estamos acostumbrados a soportarla- sino indagar sobre sus causas.
No dispongo de espacio para entrar en este análisis, pero creo que hay razones genéticas, culturales e históricas que explican la existencia de esas dos Españas permanentemente enfrentadas.
El sectarismo y la deslegitimación del adversario forman parte de nuestra sangre. Son tan consustanciales a nosotros como la paella, la mantilla o la catedral de Burgos.
Sí quiero apuntar un viejo problema que ha agudizado ese cainismo que caracteriza nuestra historia: la falta de vertebración del Estado. Países como Francia y Alemania han tenido una historia más trágica que la nuestra, pero han podido amortiguar las tensiones sociales por la existencia de un Estado con el que todos se identificaban.
España es diferente. Desde el motin instigado por la aristocracia contra Godoy, los españoles jamás se han sentido representados por un Estado que siempre ha sido percibido como la expresión de los vencedores, fueran conservadores, liberales, republicanos o socialistas. La deriva nacionalista que vivimos ha debilitado extraordinariamente a ese Estado, que es hoy más precario e inestable que nunca. La crispación tiene mucho que ver con esa sensación de fragilidad y desamparo.
|