FRANCISCO UMBRAL
Mis lectores en este periódico, cuyas cartas siempre son encantadoras y desconcertantes, me recuerdan, de vez en cuando, el que yo no hable nunca de gastronomía, o sea que en mis artículos quedo siempre al margen de ese mundo variado y atractivo donde se verifica la vegetación como llama mansa y plural, el pez como estilete de plata frígida, la oveja como doncella siempre perseguida por la cornamenta del macho cabrío y todo ello como pan de pueblo, adonde paramos a la hora que nos dice una campana, por alimentar y repetir el encuentro con tan extraños individuos.
Es verdad, tienen razón, yo hago consumo de huevos fritos como usted mismo, pero nunca me he detenido a meditar sobre un filete ni a poetizar un langostino. Hombre de ciudad, más capitalino que capitalista, no tengo nada que decirle a esa provincia de colores que es la frutería, ni a esa panoplia de plata beligerante que es la pescadería. No se detiene uno a pensar en los primores de la pastelería, toda de rosas deliciosamente artificiales, pero nutrientes y perfumadas. Prefiero la gastronomía ya ma- nuscrita por José Pla, por Néstor Luján, por todos los escritores que ejercen o ejercieron de preciosistas de la comida o la bebida. En todo caso, añoro más los licores, veloces como ninfas, la palabra solemne y macho del vino, su pesantez de confidencia bien administrada. Incluso me entrego alguna vez al mundanismo italiano de los martinis que viajan alto, hablan en cuatro lenguas y nos despejan la cabeza con el turbante de la conversación.
Lo que no digo es que, para gastronomías prefiero enterarme de lo bien y lo mucho que comen los españoles tras tantos años de hambruna. Si para usted en cualquier pueblo español para pedir gasolina o una copa pronto verá cómo se alimenta la España de hoy en su música rural o country. Como siempre en este país la villa come mejor que la capital porque ha sabido sembrar y guardar para mañana. Claro que el alcohol capitalino trae la leyenda de los alcoholes de Apollinaire, que aún se consumían en la Gran Guerra.
La perdedora, como siempre, ha sido la pequeña burguesía que no tiene para lujos y encima la llaman facha. Nuestros políticos actuales se pasan la vida repartiendo democracia, pero ya el pueblo de las manis prefiere que le repartan pan y tortilla de patata «con mucha patata», como escribiera el poeta social. Los alemanes, un suponer, saben cómo comemos aquí, y yo también lo sé desde que estuve reiteradamente en Alemania. Nuestros políticos no se ponen de acuerdo en el número de manifestantes, pero nosotros, o sea el pueblo, la horda, le hicimos una letrilla al dictador, cuando entonces: «Menos Franco y más pan blanco». Don Quijote se defendía con «duelos y quebrantos» una vez por semana. Todo lo fundamental, en España, lleva un cimiento de pan, una cimentación de bocadillo de tocino. Y no escribo este artículo para justificarme ante mis lectores y escritores de carta magna. En nuestros clásicos hay mucha gastronomía y en Madrid, si te apuntas, sales a un almuerzo cultural diario, lo cual que hoy me toca uno y dejo aquí tan sabroso tema. Todo es cosa de ponerse. García Márquez, que empezó su gastronomía por el hielo, ha dicho ayer que no se vuelve a poner.
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