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Las falsedades no sólo se oponen a la verdad, sino que a menudo se contradicen entre sí (Voltaire) |
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OJO AVIZOR |
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¡Vaya papaya! |
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MARCOS-RICARDO BARNATAN
Gracias al galerista Jorge Mara, conocí hace unos días al pintor cubano Ramón Alejandro (La Habana, 1943). Estaba en Madrid con motivo de una muestra en la Casa de América de la novena Bienal de La Habana; suya es una de las esculturas realizada interviniendo una vieja nevera que, junto a la de Kcho, miran aún a la diosa Cibeles. Pero no es ésa su actividad habitual, Ramón Alejandro es un pintor cubano de París al que podríamos definir como un barroco erótico y tropical. El barroquismo desenfrenado es una de las características de la cubanidad; pensemos en el barroquismo esotérico de Lezama Lima, en el barroquismo sensual y telquelista de Severo Sarduy, y en el juguetón, solemne e irónico del gran Cabrera Infante. ¡Cuánto horror vacui en las almas isleñas de estos constructores de paraísos -o de paradisos-!
Ramón Alejandro dejó Cuba muy joven, apenas con 17 años, y se fue a recorrer el mundo: anduvo por los Andes, la Patagonia, el Brasil profundo y, después, viajó por Europa, España, Marruecos, Grecia, Turquía, Egipto, Baviera, Inglaterra... En 1963, se instaló en París, donde hizo amistad con intelectuales como Roland Barthes y Roger Caillois que escribieron sobre su pintura. Vivió tambien unos años en Miami, pero la fuerza de París volvió a arrastrarlo; sólo desde 2000 comenzó a revisitar su Habana.
Durante varias décadas, su pintura transitó por un extraño mundo de máquinas imposibles, formas mecánicas en paisajes oníricos herederas de un surrealismo impregnado de misterios ancestrales. Después, las máquinas se transformaron en fantásticas construcciones de piedra. Ya en los años 90 aparecieron las frutas, enloquecidos bodegones de jugosas frutas tropicales ofreciéndose, abiertas y maduras, pulposas. Una vegetación lujuriosa que inspiró un memorable texto de Guillermo Cabrera Infante titulado ¡Vaya papaya! En él, el escritor se regodea en la imagen sexual de la papaya «como centro de su universo plástico... como la presencia, no el recuerdo, de un Edén particular, pero no privado».
Una fruta cuyo nombre está prohibido en Cuba, donde se la conoce como la fruta bomba. Al parecer fue Cristobal Colón el primer europeo en probarla y Wifredo Lam el primer artista en pintarla, aunque la retrataba cerrada. Ramón Alejandro decidió abrirla y mostrarla en todo su esplendor acuoso, dulce, suavísimo y fresco, «que remeda un pubis nada angelical pero que anuncia, ya, un cuerpo divino».
A su erótico jardín barroco nuestro pintor lo definió como «la distancia dolorosa entre el deseo inmediato y el placer diferido», un enunciado muy tántrico o quizá sufí, y muy en el espíritu de su tiempo, que es el nuestro.Plenitud frutal entre el cielo y la tierra, una jungla jubilosa en la que a veces surgen figuras humanas y carnavalescas, dados, naipes, fichas de dominó, pistolas y cuchillos, cajas dentadas. Un sueño de la razón que el corazón entiende.
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