Autor: Pierre Corneille./ Adaptación libre de Tony Kushner./ Traducción: Miguel Saenz./ Dirección: Carlos Aladro./ Escenografía: Dietlind Konold./ Vestuario: Lorenzo Caprile./ Iluminación: Pedro Yagüe./ Intérpretes: Mario Vedoya, Jorge Gurpegui, Jesús Barranco, Ernesto Arias, Rebeca Valls, Lidia Otón, Daniel Moreno y Luis Moreno./ Escenario: La Abadía.

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MADRID.- Parece ser el tiempo de Kushner, el autor de Eslavos que montó Jorge Lavelli en el María Guerrero -cuando lo dirigía Pérez de la Fuente- que reconsagró a Juan José Otegi y dio altos vuelos a Manuel Tejada; el Kushner de Angeles de América y el de, naturalmente, Home body/Kabul, actualmente en el Español de Mario Gas. Y, por supuesto, el que adapta La ilusión, de Corneille.

El equipo que la hace en La Abadía, encabezado por Carlos Aladro, proclama desde el principio su placer por el teatro, por el sueño, por el engaño y por el poder emancipatorio de la fantasía. Comedia de las ilusiones bautizó el encorsetado Corneille de El Cid, por ejemplo, esta pieza regocijante. La ilusión, título posterior y definitivo del propio Corneille, permite disfrutar con un Kushner tan identificado con ella que se la apropia.

No creo que la risa sea de superior jerarquía, en teatro, que las tribulaciones, salvo cuando está entreverada de sabiduría y una pizca de melancolía. La ilusión tiene un punto de frescura en todos los sentidos y una fuerte expresividad visual apuntalada en el vestuario de Caprile, la iluminación de Pedro Yagüe y la escenografía de Dietlind Konold. Lo demás lo ponen los intérpretes que, bajo la batuta de Aladro, se desdoblan en varios personajes con evidente demostración de su capacidad de cómicos y titiriteros. Un divertimento, un fecundo engaño, en clave múltiple de farsa, de parodia, de gozosa imaginación. Los pesares de un padre, arrepentido de la severidad empleada con el hijo, son para él fuente de pesadumbre; para el espectador, manantial de dicha.

La ilusión es un viaje, un sueño de previsible resolución, mas no por ello menos excitante. Es un mundo de teatralidad inteligente; al final, el mago no es tan mago sino un ilusionista teatrero, lo que viene a ser algo parecido. Al final, las aventuras que inquietan al iracundo padre no son tales, sino peripecias escénicas en algún lugar del mundo. En este juego reside la importancia de La ilusión que Tony Kushner aprovecha para rendir fervoroso homenaje a La Celestina, tan determinante en el amor y tan española: «Melibeo soy y a Melibea adoro».

Una dirección sin complejos refuerza esa apariencia de juego, esa facilidad para hacer del teatro una especie de caja china de compartimentos aparentemente estancos hasta llegar al núcleo; cada realidad no es lo que parece y cada capa desvela y, a la vez, oculta otra complementaria y distinta. Sugerentes toques pirandellianos completan esa sensación de júbilo, engaño y divertimento.