Montserrat Nebrera
Los magos saben que sus mejores trucos sólo son posibles cuando consiguen distraer la atención del espectador. Esa táctica tiene mayor efecto que la reflejada en la típica expresión de que la mano es más rápida que la vista. Trucos como los del tecnológico y espectacular David Copperfield, o el legendario y misterioso Houdini, sólo se transforman en la ilusión que quieren ser con el concurso de algo más que velocidad. Pues bien, de técnicas de distracción y de su enorme poder para esconder la realidad versa la fábula premonitoria que Barry Levinson dirigió en 1997 sobre un guión de David Mamet, titulada en España con acierto La cortina de humo.
Casi de forma contemporánea a la comercialización del filme estallaba el caso Lewinsky, y más de uno se preguntó si el escándalo sexual del presidente de los Estados Unidos que se intenta ocultar en la película con la orquestación de una falsa guerra con Albania tenía que ver con el conocimiento previo de lo que luego ha sido parte de la historia del mandato presidencial de Bill Clinton.En realidad, eso es lo de menos, porque lo que el guión borda con la ayuda magistral de De Niro y Hoffman es la cínica manipulación mediática basada en torpedear con información (en este caso falsa, podía incluso no serlo) al ciudadano que, recibiéndola, deviene inoperativo para acceder a cualquier otra.
El título alude a la táctica bélica de emborronar la visión del enemigo anteponiendo humo al objeto relevante para su protección o defensa. Lo que en ese ámbito es un complemento de fuerza del adversario, en el campo de la información se suele entender como una estrategia de comunicación. En el lenguaje de la calle -y para mí-, se trata de un manipulador ejercicio de poder. Utilizado con finalidades indignas, la carencia de fundamento ético lo acerca -desde mi modesta perspectiva- al delito.
La delicia de la historia describe cómo los acontecimientos acaban incluso superando el surrealismo de los enrevesados artificios utilizados al principio para construir la cortina: el montaje audiovisual con la niña de Tejas vestida de campesina albanesa, ubicada entre escombros y en cuyos brazos se sustituye, con la ayuda de un ordenador, una bolsa de patatas fritas por un gato que deciden que sea preferiblemente blanco. Cuando, a la vista del descubrimiento de la falsedad de la guerra por parte de los contrincantes políticos, deciden huir hacia delante, la trama se supera a sí misma y aparece el héroe de guerra, su zapato como emblema, su canción, su localización, su muerte, su entierro y la necesidad de que el director de cine que ha ayudado a convertir la ficción en una pseudorealidad sea también eliminado por su incapacidad para guardar el secreto.
Secreto a voces, por cierto. No es más que lo que de continuo se observa en los medios de comunicación infieles al compromiso ético en el que se ampara su posición relevante en el sistema institucional. La distracción informativa se convierte, por derecho propio, en un tangible ejercicio de poder, pero al mismo tiempo, actuada con creciente descaro, en una actuación burda y, por supuesto, en la diametral opuesta a la cualidad esencial de su acción: la noticia veraz. Así, la conciencia de la falta de noticiabilidad de un hecho es más inmoral que la falta de veracidad del que sí sea noticia, aunque con ello ésta se convierta en hermana pequeña del rumor.
|