por Anna R. Alós
La falta de destreza de Julia para todo lo relacionado con la cocina marcó su vida. De pequeña ya su madre le decía: «Tú barre, que eso se te da bien». Si tocaba un huevo se rompía en sus manos y si le ordenaban vigilar el sofrito la cebolla se tornaba negra como el carbón. Mientras miraba cómo las burbujitas de aceite tornaban la blanca cebolla en tiras transparentes, a la niña la imaginación le volaba y pensaba que la ropa blanca se volvería transparente a su contacto con el calor del sol. Julia ya sabía que su karma estaba muy alejado de los fogones. Se había cortado la yema de un pulgar pelando una patata, quemado las dos manos al sacar los canelones del horno, se incendió la cabellera en la barbacoa, derramó una olla de caldo sobre el gato de su hermano.Parecía realmente que el destino le chillara: «Sólo barrer, sólo barrer, sólo barrer ».
Tanto barrió que llegó a desarrollar todo un mundo alrededor de la escoba. Se licenció en Empresariales y montó una empresa de escobas y varios para suelos industriales y domésticos. Una década más tarde, La Barrendera Dispuesta, S. A. disponía de 45 tiendas franquiciadas y facturaba millones de euros anuales.
Mientras todo esto sucedía conoció a Amaro, de Jerez, un vividor con multinegocios a palos de ciego. La primera fase de relación fue genial porque, excepto las que compartían truenos y relámpagos mientras se revolcaban por los universos del gozo y del placer, el resto de noches dormía cada uno en su casa. A los dos años se quedó embarazada y él insistió en la convivencia, batalla que ganó Amaro aunque Julia intuyó el fracaso. Contrató a una cocinera y compró una Thermomix, el único artilugio culinario que pudo ocultar a su karma y con el que era capaz de preparar las papillas para su bebé.
Hacían el amor un par de veces al mes, leían el diario, ella sacaba al perro por la mañana y él por la noche, cenaban frente al televisor, se dormían en el sofá los domingos Con el divorcio llegó la guerra, hasta el día que Amaro se fue en silencio. Julia no tardó en percatarse del botín sustraído: cuatro tàpies, dos picasso, dos corberó, las Montblanc, los Cartier, el Briedermeier, las Tiffany's, el Porsche, todo. «Se lo puede meter donde le quepa», decía, «pero lo peor de todo es que se ha llevado la Thermomix».
Julia se armó de valor y puso a hervir verdura, rozó la olla con la manga de su batín de seda y el agua se le cayó encima.Se apoyó sobre la encimera y se clavó la puntilla de pelar. Resultado: las piernas vendadas y siete puntos de sutura en la mano. Verdaderamente, lo de la Thermomix no se podía perdonar. Aunque fue ella quien ganó la guerra, él almacenó la satisfacción de haber vencido en una batalla crucial, la del karma de Julia.
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