Viernes, 16 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6298.
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 TOROS
VALENCIA, FERIA DE FALLAS
Enrique Ponce: Puerta Grande muy pequeñita
JAVIER VILLAN. Enviado especial

Alcurrucén / César Rincón, Enrique Ponce y Manuel Jesús El Cid.

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Cinco toros de Alcurrucén con trapío y sin clase, salvo el tercero, encastado; sobrero de La Martelilla, sexto, deslucido.

César Rincón: protestas tras dos avisos (estocada defectuosa y seis descabellos) y silencio (pinchazo y estocada). Enrique Ponce: oreja tras aviso (tendida y descabello) y oreja tras aviso (estocada y descabello). El Cid: oreja tras aviso (estocada defectuosa y dos descabellos) y aplausos (estocada y descabello).

Coso de la Calle de Xátiva, séptimo festejo de Feria, lleno hasta la bandera; tarde agradable.

VALENCIA.- Entre la Puerta Grande de charanga y pandereta y el suicidio casi colectivo de los toros de Alcurrucén contra al descabello, la tarde tuvo un aire jaranero por un lado y funeral por otro. Esto último afectó en parte al desánimo con que César Rincón capeó el temporal como pudo. Pese a todo prevaleció la fiesta por encima de cualquier consideración y Ponce se llevó dos orejas -una y una- que, en Las Ventas, con perdón, no hubiera pasado de decorosas vueltas al ruedo.

Y no digo yo que Las Ventas sea lo mejor del mundo, que no me obnubila el centralismo madrileño opresor. Y puedo decir también La Maestranza, La Misericordia, Vistalegre y algunas otras; pero conviene que Valencia tome conciencia radical de su importancia de plaza de primera si no quiere quedarse en febril chisporroteo. Ponce estuvo profesional toda la tarde con la opaca y mansurruna corrida de Alcurrucén en la que sólo resplandeció un toro, el primero de El Cid. De ahí a abrir la Puerta Grande va un abismo.

Brilló a media luz la izquierda de El Cid; o sea que anduvo más o menos como la izquierda política española, o lo que sea. Pese a todo, un par de naturales en la primera serie al encastado alcurucén, valió por las dos faenas de Enrique Ponce gracias a las cuales el valenciano rebanó dos orejas.

Y no digamos las de Rincón, crepuscular y oscuro como su vestido: crepuscular y ausente, nazareno y azabache. Nada ni nadie le quitará al colombiano la gloria de haber sido el más grande torero de allende los mares y uno de los más grandes del universo. Ha pasado su tiempo; y César Rincón, nunca ha sido torero que sepa taparse ni por el que los aficionados paguen para verlo hacer el paseíllo, privilegio feliz de algunos «tocados por el duende y el misterio».

La historia de Rincón está escrita con oro y sangre: un valiente, un clásico. Parece que se marcha de esto y es lo mejor que puede hacer. Nada borrará su gloria, sus cuatro Puertas Grandes consecutivas en Las Ventas, con perdón; ésas sí y no la de ayer de Ponce en Valencia. La vida no le ha regalado nada a Rincón; todo ha tenido que arrancárselo en las más adversas circunstancias, adelantando la muleta, citando de lejos y jugándose la femoral. Ahora Rincón sufre en la cara del toro y le hacen sufrir desde los tendidos. ¡Ave César! y que el eterno laurel de los héroes corone para siempre tus sienes.

Sin embargo quien no sufre ni padece es Enrique Ponce. Desde un primoroso quite por delantales en su primero hasta que finalizó la vuelta al ruedo en el quinto, Ponce se manifestó con una pulcritud y una elegancia verdaderamente asombrosas. La misma tranquilidad exhibe ante la cara del toro que cuando saluda a la presidencia. Parece que siempre está haciendo el paseíllo o dando la vuelta al ruedo.

Los tres primeros toros se lanzaron contra el estoque de descabellar y se suicidaron; como viejos soldados que, perdida la batalla, se tiraban contra la espada que les aguantaba la mano de un amigo. Sólo que en ese trance del descabello, ni el torero es compasivo ni el estoque de descabellar es un estoque amigo. El matador apunta al cerviguillo, deja el arma, como una criminal mano tonta, a medio clavar en la testuz, y el toro, ciego, persiguiendo a su agresor se mata a sí mismo en el derrote.

Muleta eficaz

La corrida de Alcurrucén no valió un pimiento: oscura, opaca, inquietantemente descastada. Y el sobrero de La Martelilla, sexto, anduvo en parecidos tonos. Un excelente tercero no compensa los otros cuatro fracasos, el peor el cuarto. Ahí se vio la famosa técnica de Ponce, su capacidad para robar muletazos a un mulo. Las dos faenas tuvieron un corte similar aunque su primer toro fuera mucho mejor que el otro. La muleta del valenciano se mostró igualmente eficaz en ambos; y esa eficacia torera se transmutó luego en eficacia cerrajera para abrir el portón de la gloria. Vale. Cada loco con su tema y cada plaza con sus delirios.

La aceleración del encastado tercero se le contagió a El Cid que, salvo chispazos de clase, muleteó eléctrico y urgente; se redimió con una tanda de naturales y un afarolado y, posteriormente, con una serie más pausada que remató con un estupendo pase de pecho. El sobrero de La Martelilla estaba lejos de la bravura de sus dos colegas de días anteriores, lidiados también como sobreros. Hay un extraño azar en esto de los toros: la tarde era de Ponce y no iba a venir un extraño a aguarle la Fiesta.

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