FRANCISCO UMBRAL
«Había una vez un circo». Matías Prats nos dio ayer la noticia cantada. El circo vuelve a rodar con toda la nostalgia de la calle Barquillo, donde nosotros lo conocimos, el circo me refiero. Allí entrevisté a Charlie Rivel, el payaso catalán e internacional como casi todo lo catalán.
La ciudad del circo es París y Toulouse Lautrec convirtió el circo en cabaret y las mujeres del circo en musas de la noche violenta de desnudos. Toulouse Lautrec, desde el payasismo trágico de su invalidez, pintaba lo que soñaba y creaba lo que quería. Pero el padre literario y vocacional del circo español era Ramón Gómez de la Serna. Ramón, que tomó al asalto el Price madrileño, era algo así como el mecánico de las fieras y escribió muchas greguerías circenses: «El elefante es la cabina telefónica de la selva». Aquí en el periódico tenemos las preguerías de Victoria Prego, que consisten en hacer volatines en el cielo de la política poniendo gracia femenina en la información y la reflexión. O sea que siempre ha habido circo en Madrid, y a veces en provincias, que yo alcancé a ver un circo alemán en Valladolid, y hasta llegué a enamorarme de una adolescente con botas, lo cual que nos íbamos hasta la orilla del río Pisuerga para vernos juntos en los espejos provincianos del agua. Pero un día se levantó el circo y yo me quedé devastado y cantando solito.
Ramón era un escritor muy leído y llegó a dar conferencias a lomos de los elefantes de Barquillo que cenaban con los barquillos que les daba el escritor. Ramón aprovechó la circularidad del circo, que la lleva en la palabra, y lo convirtió en su teatro particular con familias de trasnochadores que hacían sus vacaciones en la noche de Madrid a base de bocadillo, elefante y prosa. Porque entonces se leía, y mayormente a Ramón. Tanta lectura y tanto circo tenían que acabar mal y efectivamente acabaron en la II República.
Aquellos hombres de los años 30 iban todos de pantalones a cuadros o ajedrezados y estos pantalones les hacían a todos una especie de garajistas cuando apenas había gasolina en capitales como Madrid y había que asistirse del caballo, de la berlina, del simón y todo eso. Charlie Rivel, consagrado como el mejor payaso del mundo, me concedía una entrevista en Barquillo, años 60, me hice amigo de él y yo iba a verle cuando no tenía tema. Rivel siempre me contaba cosas. Esto era 30 años más tarde, en los desperezados 60. Rivel fue un hombre con aullido de león y albornoz de mujer.
Toda aquella zona era circense y lo que queda de ella, que fue Banco Central, todavía exhibe unas cariátides como un circo ilustrado y cedido hoy al Instituto Cervantes, donde tenemos entrada libre los Premios Cervantes, que somos dos o tres en Madrid contando con el perpetuo y consagradísimo Paco Ayala. El Rey Juan Carlos, cuando no tenía que ir al Sáhara a rectificar a Zapatero le daba un almuerzo en palacio a Ayala y nos invitaba a los demás. Eran los años conyugales y felices de Letizia, que se había convertido en la ninfa constante de la familia. Al público del circo le faltará, quizás, el elefante telefónico que dijo Ramón. Pero a mí me falta Ramón, que lo enterramos al otro lado de los patos del Manzanares, entre César, Alcántara y yo.
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