Sábado, 17 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6299.
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 CULTURA
DIARIO LIBRE
Jacques Roumain descubre el Haití más profundo
RAUL RIVERO

Una reseña por el centenario de un escritor haitiano y una crónica de la vida y la obra del narrador venezolano José Napoleón Oropeza, un hombre con fe en la sociedad civil y mucho apoyo divino.

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Martes

Parte de la noche

La última vez que vi, por allá por América, a José Napoleón Oropeza, el escritor venezolano salía de un viaje interior. Volvía de una visita larga y conversada con unos seres que sólo él podía ver y tocar, mientras compartía con ellos unos buches de ron rociado (porque es abstemio), una humareda dulce y una intimidad desconcertante.

Estaba feliz. Ninguna de la nubes oscuras que mucha gente adivinaba ya en la punta de Los Andes y en los ventanales de los rascacielos del Parque Central de Caracas le preocupaban mucho. Quería volver rápido a Valencia para tomar el mando otra vez del Ateneo cultural y trabajar en unos cuentos que le daban vueltas y se le posaban con descaro en la cabeza en los momentos más inoportunos.

Se moría por dormir en su cama, estar con la familia y pararse frente a los alumnos de la Universidad de Carabobo.

Oropeza es un gigante amable y afectuoso que nació en Puerto Nutria, Barinas, en 1950. A los 21 años ganó el premio de cuento del periódico El Nacional con La muerte se mueve con la tierra encima. A los 42 repitió la hazaña por su libro Entre la cuna y el dinosaurio. Bajo ese mismo título acaba de publicarle ahora la editorial El otro, El mismo una colección de cuentos donde deben estar aquellos que lo asediaban cuando nos vimos en un trillo del mundo por donde acababa de pasar Babalú Ayé, San Lázaro para los católicos, con una ristra de perros santos ladrando cerca de las úlceras de sus piernas.

Estarán esas historias sorprendentes que cuenta Oropeza con la mano en los frenos de una anunciada tacañería de adjetivos y aliños. Un estilo curioso porque secuestra a los lectores y su prosa tiene una brujería que no se propone deslumbrar.

Oropeza busca mitos y personajes y los desentierra mediante un proceso creativo cuya línea de trabajo es no tener línea de trabajo. A poesía pura.

El prosista guarda en su cofre oficial de vanidades una muy especial. Se considera un poeta de la vida. Hace poco se lo ha dicho a la periodista Marisol Pradas: «Soy un poeta en todo lo que hago. Soy un poeta dando clases. Soy un poeta como presidente del Ateneo de Valencia porque le pongo pasión a todo, desde escribir hasta a salir a comprar algunas cosas para mi casa».

Así, con una vibración que produce cansancio ajeno, ha hecho una obra narrativa que incluye estos títulos: Los perfiles del agua, Entre el oro y la carne, Las redes de siempre, La carta que contenía arena, Ningún espacio para muerte próxima, La guerra de los caracoles y Parte de la noche.

Es un hombre que cree en la sociedad civil. En el poder de los ateneos culturales que atraen a venezolanos de todas las edades a conocer el universo de las artes. A entender el lenguaje de la libertad. Así es que la energía que lo hace salir a ver el sol por las mañanas, la comparte entre sus clases y una labor de promotor que marcha al mismo ritmo que su importancia como narrador.

A pesar de esa fe, acaba de decir públicamente con dudas y (supongo) miradas de reojo al techo y las paredes, que tiene una novela que se llama Las puertas ocultas y la va publicar más temprano que tarde.

Él está en Venezuela y sabe lo que dice. Ojalá que la pueda publicar temprano.

Jueves

Gobernadores del olvido

Algunas de las imágenes más diáfanas que se tiene en América del Haití profundo y pobre que habla cróele, cree en el vudú, llora sus muertos y celebra sus fiestas con una misma cadencia de tambores, se pueden ver en una vieja película de Tomás Gutiérrez Alea. El filme se titula Cumbite y se basa en la novela Gobernadores del rocío, del poeta y etnólogo Jacques Roumain.

Ignoro la trascendencia que le conceden los estudiosos y los historiadores del cine a esa obra en la filmografía del director de Fresa y chocolate. Es de dominio público y aceptado por todos que gracias a la película se conoce un poco mejor a esa pequeña nación caribeña, que vive en soledad, atrapada entre Santo Domingo y Santiago de Cuba.

Jacques Roumain, un autor que escribió también cuentos, noveletas y poesía, es un descubridor de muchos valores de su patria. Un individuo que vivió exilios largos y fue diplomático en países vecinos. Se relacionó y tuvo amigos escritores y artistas en todo el continente. Por él y por su vocación de investigador, sus preocupaciones políticas (fundó el Partido Comunista de Haití), sus viajes y las traducciones de sus libros, ese pueblo se acercó a la América hispana y los hispanoamericanos se aproximaron más a la cultura y a la historia de los haitianos.

Publicó en prosa: La presa y la sombra, La montaña embrujada y Los fantoches. Y un único cuaderno de poesía, Madera de ébano.

Fue un enlace. El pintor de una realidad que penetró y explicó -con esa novela indigenista o con el lirismo de sus versos- los cuadros naïf de colores brillantes de una realidad cercana y desconocida. La esencia de una isla envuelta en el dibujo arbitrario de una geografía que recuerda a una flecha dirigida al corazón del Golfo de México.

Roumain nació en Puerto Príncipe en 1907 y murió en 1944. Estamos en su primer centenario. Lo menos que se puede hacer es convidar a una lectura o a un repaso a su literatura obstinada en estudiar el origen y la vida de un hombre americano que siempre podremos comprender mejor.

Viernes

Te esperaré, hora mía

De todos los poetas que conozco tengo una manera especial de querer a dos de ellos. Son muy importantes, aunque no han publicado libros y sus nombres y apellidos, llanos y abundantes, no aparezcan en ninguna antología de versos posmodernos.

Uno es médico. Se llama Luis Milán Fernández. El otro es un periodista que firma las crónicas y los poemas con demasiado interés en que nunca se olvide el Raga que le dio su madre para adornar el escudo familiar y disimular un poco la frecuencia del Alejandro González que le precede.

Me encontré, esposado, en una cárcel de alta severidad, en la región central de Cuba. Allí, hacia el mes de mayo de 2003, fundamos un taller literario. Estábamos aislados. Intercambiábamos versos y opiniones cuando coincidíamos en la enfermería, febriles o infectados, o si el pasillero (un preso común apodado El Gallego López) nos llevaba papelitos enrollados de una celda a otra.

Conocí los graves sonetos de amor que Milán le escribía a Lisandra y le enviaba a Santiago de Cuba con una flores opacas que pintaba con un mejunje mágico de cal y tinta de bolígrafos. Recuerdo las canciones desesperadas de Alejandro para Berta, un poco más cerca de la cama que del cielo, una poesía confesional, vecina puerta con puerta del bolero, que viajaban hacia Camagüey al golpe de letra limpia y claves secretas que sacaban de paso a los censores.

Como no tengo poemas de ellos para presentarlos y este domingo cumplen cuatro años encerrados por amar y defender la libertad y la poesía, les brindo desde España estos versos del poeta que nunca nos abandonó en aquellas celdas de castigo, Heberto Padilla: «Te esperaré,/ hora mía entre todas las horas de la tierra./ No habrá sueño o fatiga/ que depongan el párpado entreabierto».

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