Eugenia Rico
Hay un terror contra las personas y un terror, a veces más evidente, que se ejerce en las cosas. Las cosas no siempre están muertas. Borges decía que se despiertan por la noche y viven una vida diferente mientras nosotros no las vemos. Hay un Madrid que se despierta mientras dormimos. Un Madrid de gente que rebusca en la basura, de figuras de azulejo que se escapan de sus sueños de piedra y vagan indignadas por la ciudad que perdieron. Las cosas que no conocen la vida puede ser que no conozcan el tiempo y vaguen por la noche por el Madrid de Primo de Rivera. Un Madrid de azulejos deslumbrantes que anunciaban cada comercio del que quedan algunos pocos restos como el Viva Madrid y algunos azulejos de lecherías en los barrios castizos. Aquel Madrid era una de las ciudades más encantadoras de Europa, con azulejos como enseñas de cada comercio y fascinantes publicidades en mosaico que la hacían una ciudad especial.
Era un Madrid con un Mercado de hierro y cristal en la Latina, obra de un discípulo de Eiffel, y augustos palacetes en la Castellana. Tenía el encanto único del azulejo español, pero el dictador decidió poner un impuesto sobre los azulejos y la mayoría fueron arrancados en aras de la economía. Más tarde se suprimieron los maravillosos tranvías en aras del progreso y, cuando ya no quedaban aras, la brutalidad sirvió de excusa para la voladura del mercado de Eiffel. Madrid comenzó a vestirse de cemento y olvidó las violeteras. La Belle Epoque se fue y vino el hormigón armado. Madrid tiene uno de los centros históricos más grandes de Europa y también uno de los peor cuidados. Es quizá el único lugar del mundo en el que en pleno S.XXI se sigue practicando el brutalismo: todavía hoy, estos días, estas semanas se derriban edificios del casco viejo pretextando una ruina inducida por sus dueños y se reconstruyen sin normas.
En la calle de la Palma, en el barrio de las Maravillas, están construyendo unos apartamentos de lujo rodeados por algunas de las casas más bellas de finales del S. XIX. En una ciudad escandinava se hubiera hecho algún jardín o un espacio para que jugaran los niños. En una ciudad civilizada se haría respetando las fachadas originales para que el Madrid antiguo no pierda su belleza. El brutalismo que obliga a ser tolerado en la dictadura no puede ser aceptado en la democracia. Las cosas también tienen sus derechos, como las tienen los ojos que las ven. Madrid tiene derecho a ser hermosa. Y los políticos que ahora nos llenan los oídos tienen que oír también a la ciudad que no tolera el brutalismo. Puede que piensen que no se ganan votos por embellecer la ciudad, que eso sólo pasa en Barcelona. Las casas de Madrid se despiertan por la noche para pedir una ciudad más hermosa. Esa ciudad en la que todos nos merecemos vivir.
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