Sábado, 17 de marzo de 2007. Año: XVIII. Numero: 6299.
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El vendedor sonriente que se convirtió en suicida
El kamikaze muerto en Casablanca fue torturado en la cárcel, según una carta que escribió en 2003
ALI LMRABET. Enviado especial

CASABLANCA.- Entre la legión de islamistas de la nebulosa Salafia Yihadia que pueblan las cárceles marroquíes desde los atentados del 16 de mayo de 2003, muchos conocen a Abdelfettah Raydi, el suicida que se inmoló accidentalmente el 11 de marzo en un cibercafé del barrio de Sidi Mumen, en Casablanca.

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Algunos «entienden» por qué el joven Raydi decidió volarse por los aires. «Como muchos de nosotros, Abdelfettah no era un militante, fue la cárcel la que le radicalizó», asegura con voz firme, desde una prisión marroquí, uno de sus compañeros de celda. «Antes de que lo encerraran, antes de que lo torturaran, era un vendedor ambulante, un chico normal y simple que sonreía todo el tiempo», comenta Abú Isam, el prisionero islamista que conoció al kamikaze.

Para comprender lo que transformó a un sonriente vendedor ambulante en un peligroso terrorista islamista, hay que viajar al barrio de Sidi Mumen, y adentrarse en Duar Skuila (que proviene de la palabra española escuela), un lugar olvidado por Dios y los hombres.

A la entrada del suburbio, un océano de chabolas protegidas del sol por frágiles chapas onduladas, lo único que parece sólido es un puesto de policía, construido recientemente. No hay alumbrado publico, no hay asfalto ni acera. «Cuando llueve es una odisea intentar salir o entrar», asegura el fotógrafo Mourad Borja, que conoce el sitio por haberlo retratado minuciosamente desde que se supo que los 14 terroristas del 16 de mayo de 2003 provenían del barrio.

La chabola de la madre de Abdelfettah Raydi es una garita de dos metros sobre tres, invadida por agresivas moscas y ténuemente iluminada por una bombilla. No hay ni un solo mueble, no hay agua corriente ni baño. «Nuestras necesidades las hacemos allí», dice Othmán, uno de los hermanos menores del kamikaze, indicando un pequeño descampado.

En la chabola viven los seis hermanos (dos de los cuales siguen detenidos por la policía) del suicida y su madre, Rachida Benbagh, cubierta por el niqab, dos piezas de tejido negro que tapan el cuerpo y la cabeza dejando entrever únicamente los ojos. Tiene 43 años, no saluda con la mano, y cuando se le pregunta cómo ocho personas pueden coexistir en esa cueva, levanta el índice y apunta hacia el cielo. Allí, en esa insalubre cavidad, vivía el kamikaze del fallido 11M marroquí.

Desaparecido desde julio

«¡No!», rectifica su madre. Vivió allí hasta que una mañana de julio de 2006 desapareció después de una redada. Desde entonces no se supo de él. «Si queréis comprender lo que transformó un pobre diablo en terrorista hay que retroceder a 2003», comenta bajo condición de anonimato un famoso abogado de Casablanca que tiene como clientes a varios cabecillas de la Salafia Yihadia.

En una carta manuscrita a la que ha tenido acceso EL MUNDO, el prisionero número 887, Abdelfettah Raydi, explica a una desconocida «Comisión de Derechos Humanos» su trágica desventura. La irrupción de la policía política en la casa familiar, un 30 de junio de 2003, a las tres de la madrugada, los gritos y las lagrimas de sus hermanos, los golpes que recibe su madre al intentar defenderlo y finalmente su secuestro. «Me llevaron en un coche hasta un lugar desconocido (...), me hicieron preguntas a las que no tenía respuestas (...), me quitaron la ropa y me torturaron hasta que perdí el conocimiento (...)», escribe el chico en un árabe coloquial.

Cuando después de varios meses desaparecido Abdelfettah Raydi es presentado a un juez de instrucción, ni él ni el magistrado, asegura en su carta, saben de qué se le acusa. Finalmente, el sonriente vendedor ambulante será condenado vagamente por «terrorismo» a cinco años de cárcel. «Una pena verdaderamente indulgente si se toma en consideración la gravedad de la acusación», apostilla el abogado.

«Lo conocí en la cárcel de Salé en octubre de 2004. Estaba en el calabozo número 1. Llegó a contarme cómo lo habían violado en la sede de la DGST [policía política] de Temara y los malos tratos que sufría por parte de los funcionarios de la cárcel», recuerda Abú Isam desde su celda.

Según este islamista condenado a largos años de cárcel, los malos tratos y las humillaciones cotidianas convirtieron al adolescente de Dar Skuila que había ingresado en el cárcel con 17 años en un ferviente lector del Corán, y en una «fiera». Anas Mezzour, un periodista especialista en movimientos islamistas, cuenta en uno de sus artículos un violento altercado en la cárcel durante el cual un detenido defendió la condición de «mártires» de los terroristas del 16 de mayo de 2003. Era Raydi.

El 3 de noviembre de 2005, con ocasión del Aid El Fitr, una fiesta religiosa que clausura el mes de Ramadán, una gracia real pone fin al encarcelamiento del joven. «No cabe la menor duda que liberaban a un hombre inocente, pero ya no era el chaval de antes. Los años de cárcel y la proximidad con aguerridos militantes islamistas tuvieron su efecto», dice el abogado. En las fotos tomadas a la salida de la cárcel, el único que exhibe un Corán es Raydi.

«Hay quienes critican la gracia real que liberó a Raydi, cuando tendríamos que preguntarnos si era culpable en 2003 y si fue la cárcel la que convirtió a un inocente en potencial terrorista», dice Abdehamid Amine, presidente de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos.

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