R. A.
El ascenso de Ségolène Royal (Dakar, 1953) al primer plano de la política francesa ha sido tan vertiginoso como su descenso a la realidad. El sectarismo, los deslices diplomáticos, los problemas de estatura, las diferencias en el seno del Partido Socialista y la rivalidad asfixiante de Sarkozy redundan en una crisis de credibilidad que la aspirante socialista pretende resolver apostando sobre la novedad de su propia naturaleza política.
Nunca una mujer había aspirado seriamente al trono de Francia, aunque la euforia que sobrevino en el congreso de su investidura (noviembre de 2006) ha ido desinflándose porque la forma del proyecto pesa mucho más que el fondo y porque Ségolène ha especulado con el «orden justo» sin miedo a desorientar al electorado tradicional de la izquierda.
Escarmentada por los riesgos del paso al centro, Royal quiere ganarse ahora la clase obrera, demonizar los grandes poderes, desafiar los imperios mediáticos, aglutinar a los ecologistas, reivindicar el sindicalismo de masa, resolver la cuestión del alojamiento y mimetizarse con la estirpe de los funcionarios en el nombre sagrado de François Mitterrand.
De otro modo, no habría reclutado al escritor de cámara de la Esfinge para dar envergadura a sus discursos, Erik Orsenna, ni tampoco se habría encomendado a la sombra de Mitterand en el Elíseo, Jean Louis Bianco, como jefe de campaña.
Nadie discutía su papel de favorita junto a Sarkozy en la segunda vuelta (6 de mayo). Ahora, en cambio, François Bayrou le pisa los talones y Ségolène critica el aislamiento o las dudas del estado mayor del Partido Socialista.
A favor:
La novedad, su eficaz gestión política en el nivel regional, el símbolo estético y político de un cambio.
En contra:
Falta de disciplina de su partido, ambigüedad ecológica, problemas de talla de jefe de Estado.
Intención de voto:
26% en el primer turno.
|