RAUL DEL POZO
Yo aún sueño que el profesor de Matemáticas, que es un sádico y se llama León, me pone un cero en su asignatura. En aquel tiempo del tabaco de hebra y mesas de hule, aún Pink Floyd no había ordenado que se dejara a los niños en paz, ni se hablaba de los derechos del escolar. Las escuelas y los institutos seguían la tradición pedagógica de los atenienses, los escribas, los ingleses, es decir, el látigo, aunque no se empleara, el arrodillamiento y otros castigos corporales, que sí se aplicaban. El más cruel castigo corporal era el cero. Nos trataban a hostias en casa y en la escuela, pero el pavor surgía en primavera, cuando se acercaban los exámenes y un suspenso era recibido en la familia como un pedrisco, una helada, una desgracia.
Ahora, parece que el cero se va a quedar fuera de las notas escolares si se aprueba el proyecto de ley que regula la enseñanza Secundaria. La nota mínima será 1 y la máxima, 10. Las notas 1, 2, 3 y 4 se calificarán con el eufemismo de insuficiente; el 5, como suficiente; el 7 y el 8, notable; y 9 y 10, sobresaliente. Que desparezca el cero de la pedagogía cruel representa un avance de la civilización. No sé si será un anticipo de la sabiduría.
El cero no es romano; peor que bárbaro, asiático; los griegos lo conocieron, lo llevaron a la India y lo enterraron hasta que lo exhumaron los camelleros islámicos, lo pasearon por los zocos y lo añadieron al álgebra. Parece que en España puso los primeros ceros el judío de Tudela. Ajeno a la civilización grecolatina, símbolo del monoteísmo, también lo usaban los indios para denominar un lugar vacío y levantar con los esclavos templos al sol.
El Gobierno del talante decretará para no humillar a los zoquetes que los profesores no les apliquen el martirio del cero. La medida magnánima y altruista podría llevar a prescindir del déficit cero para no humillar a otros países europeos menos florecientes, y tal vez lleguemos a que a los marcadores de los partidos del domingo no suba nunca el cero para no ofender a los equipos que pierdan.
Caminamos hacia la utopía del derecho a la vagancia enunciado por Paul Lafargue, que se casó con Laura, la hija menor de Carlos Marx. Paul Lafargue era compañero del partido de Zapatero; estuvo en España en los comienzos del movimiento obrero e influyó en Pablo Iglesias. Su viaje a España fue decisivo para el desarrollo del socialismo. En su obra El derecho a la pereza Lafargue dice que la extraña pasión por el trabajo que invade a la clase obrera española se debe a que es víctima de la propaganda de los curas y los economistas, corazones de piedra que necesitan una escuela que produzca números uno darwinistas y feroces.
No sé si estamos llegando a la sociedad del ocio o a una escuela-basura de menos disciplina, una escuela ridícula y trivial.
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