FRANCISCO UMBRAL
En Luis Buñuel hay más Residencia de Estudiantes que cine americano, de modo que no se puede empezar por él un vago repaso del cine español. Ahora, cuando parece que este cine renace, los eruditos hacen la cuenta atrás empezando por los nombres de antes de la guerra y siguiendo con los posteriores a la guerra. Este cine posterior lo tenemos todas las semanas como un cine de barrio, donde se estrenan películas con niños, muchos niños, que evitaban todo encuentro desagradable con la censura. El niño o la niña, Joselito o Marisol, fueron un documento político a favor del cine blanco y los niños redichos como niños americanos, que ya se imitaba mucho a Hollywood.
El cine español de los años 30 era un ramalazo de flamenquismo con látigos de crítica social e infiltración comunista. Como cine/cine anotamos La aldea maldita o Un perro andaluz. En esta última se exhibe ya la violencia personalísima de Buñuel. Decimos mucho que el verdadero cine es el que produce Hollywood, pero a mí, que no padezco yanquifobia, como dice Martín Prieto, me gusta más Hollywood. Digamos que Hollywood es el buen estado de la máquina de hacer cine y la producción europea -a veces rodada en América- es un gozoso baño intelectual y literario al que no condescienden los americanos. Y dentro de la orgía parisina o germánica o italiana España tiene buenas películas que superan en mucho a las malas con Oscar.
Si antes de la guerra hicimos un flamenco político, después de la guerra nos defendimos con el cine de niños, como ya se ha dicho, y ese cine que tanto le gusta a Carmen Sevilla lo detesta Sara Montiel, que para eso ha estado en América, o sea en México, sin pasar de piel roja, porque se le mató el marido en un accidente. Mala suerte de una mujer con buena suerte. Pero entre los niños redichos y consabidos y las cupleteras internacionales pagaron en España la carrera de Bardem y Berlanga, la escritura de Azcona y la personalidad inagotable y sapientísima de Fernando Fernán-Gómez, una carrera ejemplar y autóctona que le llevaría a la Real Academia Española.
En estos días se habla de los nuevos directores españoles, que parecen muy localistas, pero no caen en el costumbrismo de sus abuelos. No es justo decir que no hay cine en España. Hay cine bueno, malo y regular. Y ahora, además, parece que hay dinero para invertir en cine.
A los genios de los 60, como Summers o Chumy, habría que haberlos cebado de dólares para que hiciesen su obra maestra. Ahora, los euros no se les dan muy bien. Están dejando los sainetes con muslo para la televisión y recreándose en el milagro ateo de lo mágico, lo extraterrestre y patológico. En todo esto hay una huida del localismo, ese localismo en el que sólo se centra Almodóvar en sus momentos buenos. Nuestro cine no debe suicidarse en las mesas de los cafés o entrar en nómina de la televisión sino intentar la película ambiciosa, original y culta. En estas cosas anda la novela histórica, que siempre es precursora y le va bien. El cine español es bueno porque nunca ha sido rematadamente malo. Tenemos muchos y buenos actores. Y a partir de ahora buenos directores. Basta para hacer cine.
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