Es un juego de contrastes sugerente y atrevido. En una pared de la Tate Modern, Summertime, de Jackson Pollock. En la opuesta, unos Nenúfares pintados por Claude Monet en 1916. Es la obra de un Monet consagrado, que con trazos de colores lavados llenaba un lienzo de matices y texturas fabulosas. El pasado de ese Monet (1840-1926), los trabajos primeros hasta llegar a esa madurez rotunda, se han reunido ahora en una exposición desconcertante, por sorprendente, en la Royal Academy of Arts de Londres.
Es otro juego de contrastes. También sugerente y atrevido, porque Monet, como Francis Bacon, decidió destruir sus dibujos y sus estudios, siempre quiso obviar esa parte de sus vida artística.
Es difícil imaginar rincones sin descubrir de un pintor tan estudiado. Pero los hay. The unknown Monet (Monet desconocido) reúne pasteles y dibujos que nos remontan a sus inicios adolescentes como caricaturistas de personajes de tercera -o no tanto- de su París natal o que se cruzaba en el puerto de Le Havre.
Los albores
Son dibujos aparentemente groseros hechos a carboncillo, donde nada se aprecia apenas lo que serían esas series de paisajes inconfundibles. Eran obras en las que su firma aún no estaba perfilada y el artista recurría a la primera letra de su nombre completo (Oscar Claude) para unirla a su apellido: O. Monet.
En 1857, en junio, dejó en siete trazos y sombras surgidas de cualquier lápiz que tuviera a mano un paseo de árboles y hojarasca -Alley of trees, Gournay- que son un tratado sobre la luz; retratos de niños de campo (Niño sentado con muñeca, de 1856) o las primeras barcazas de Normandía que veía preparar a su padre. Luego esa «O» desaparecería, en un primer paso o señal de esa intención de liquidar o al menos diluir los tiempos pasados.
Este lado desconocido de Monet -los responsables de la muestra consideran que es la primera vez que se reúnen tantos trabajos, 80, que ponen de relieve un ángulo no explorado del pintor- conduce por un sendero que a veces aparenta ser una guía para entender la evolución del pintor y, a veces, desconcierta por su abrupto paso de una fase a otra de su obra.
Porque si empieza la muestra con esas caricaturas que resultan chocantes -la fama de Monet se extendió con rapidez gracias a la reproducción de sus trabajos en publicaciones de finales del XIX-, sigue con dibujos-apuntes que se convertirían en óleos rotundos.
Sin duda hay un punto de la muestra que embriaga. Una sucesión de tres pasteles realizados entre 1865 y 1870 (Después de la lluvia, Crepúsculo y Anochecer) que atrapan por el vigor de cielos nubosos, tormentosos, duros y, al tiempo, placenteros. En Después de la lluvia es fácil sentir incluso la brisa del ambiente, la hierba húmeda.
La exposición es una fabulosa ocasión para descubrir el proceso creativo de uno de los más altos exponentes del Impresionismo. Muchos de los trabajos, procedentes de colecciones privadas y museos de EEUU, Europa y Japón, nunca antes se habían visto en público.
La obra se cierra -es conveniente, si se tiene ocasión de pasearla y estudiarla, recorrerla de forma ordenada- con una sala dedicada a seis pasteles que realizó durante las tres visitas que realizó a Londres entre 1899 y 1901.
Entonces, a la espera de que le llegara el material para pintar sus óleos, Monet se quedó embelesado con dos de los puentes que cruzan el Támesis (Waterloo y Charing Cross) y empezó a dibujar en su cuaderno de apuntes pastel tras pastel hasta superar la veintena.
En las diferentes visiones del puente de Waterloo, Monet maneja de una manera endiablada texturas y colores. Waterloo Bridge, morning fog, de 1901, es un juego de azules, violetas y turquesas que, con blancos y un golpe de rojo, dibujan un Londres bajo la niebla con el Parlamento al fondo capaz de transportar a la ciudad que fue un siglo atrás.