Sorpresas te da la UE. La capital belga, la urbe administrativa de Europa, te recibe gris, ordenada, fría, limpia, como siempre. Cualquier reunión de eurócratas, cualquier encuentro sobre libertad de prensa -como era el caso- te lleva a ella y, súbita, inesperadamente, te topas en uno de sus auditorios con una leyenda, con el gran Padre Blanco del rock and roll: Jerry Lee Lewis.
En la noche del pasado jueves, el Forest National, un desabrido auditorio de los suburbios, de sillas de plástico rojo, un coliseo de viejas glorias -anuncia las actuaciones de Eddie Michel, del pleistocénico Cliff Richards, de Julio Iglesias- acogió en su humeante escenario al genio: Jerry Lee Lewis. Él, uno de los cuatro integrantes del legendario Million dollar Quartet -junto a Carl Perkins, Johnny Cash y Elvis Presley- estaba allí, en carne inmortal.
Pero la noticia también estaba en las butacas. Insólito espectáculo intergeneracional, señoras canosas acompañadas de sus nietas, de las madres de sus nietas, septuagenarios acaso por penúltima vez con la arrumbada chupa de cuero negro y hebillas cromadas que usaron en los 50, quizá en los 60, a ritmo del legendario Roll over Beethoven de Jerry Lee. Junto a los viejos afiches de la cerveza Stella Artois y sus skol, se presentían -muletas entre los espectadores, algunas sillas de ruedas- las sobreabundantes analíticas de colesterol. Parecía como si acudieran a un Lourdes musical, a su Meca nostálgica de la juventud perdida, a la sesión de rejuvenecimiento para sumergirse en su Cocoon rockero a través del piano atómico de Jerry Lee.
Y llegó él, tras un largo preámbulo de teloneros con una horrible camisa de rayas beis, pasitos trémulos, encorvado por la cervicoartrosis, enormes bolsas bajo los ojos, como pliegues marsupiales, su double chin, su sotabarba. Difícil identificar al aparente anciano que cruza vacilante el escenario -cosecha de 1935- con aquel vendaval rubio que enloquecía a las adolescentes del mundo, el copioso tupé ondeante al viento como una bandera de oro, que tocaba el piano de tacón, hasta con el culo, en su Great balls of fire y de quien Presley diría: «Si pudiera tocar el piano así, dejaría de cantar». En él, Elvis, Lennon, Cash y los demás reconocieron al maestro con el que comenzó casi todo. Y todos están muertos.
Y, sin embargo, Jerry Lee no está muerto. Está ahí. Sigue vivo, inmóvil pero capaz aún su gordezuela mano derecha de insistir centelleante, frenéticamente, durante dos minutos en el mismo acorde, su voz levemente nasal, de siempre, media octava más baja: Roll over Beethoven. Le arropan los suyos, su banda estupenda de magníficos septuagenarios. Su piano y su micrófono acreditan más decibelios y su guitarrista, Kenny Lovelace -40 años juntos-, le mima, le escucha, le aconseja.
A Roll over Beethoven, le siguen las legendarias Another place, another time, You win again... El genio de rostro impávido luce una leve sonrisa. Canta Cheating heart y ante la apoteosis del público, Great balls of fire, que dio nombre al biopic sobre su vida de Jim McBride, con Dennis Quaid en el papel de Lee.
Mientras Jerry abandonaba el escenario, sonriendo y saludando un shake, shake, monótono, como una letanía, desvanciéndose, como un Kyrie Eleyson que venía de Lousiana, seguía sonando entre las tenues volutas de humo del escenario en la voz de sus guitarras, de sus amigos de Tennessee.
Al día siguiente, los periódicos silenciaban su paso por Bruselas.